Una súplica para Eros, Siri Hustvedt, p. 83
Leí por vez primera El gran Gatsby cuando tenía dieciséis años y era estudiante de instituto en Northfield, Minnesota. Volví a leerlo con veintitrés años, cuando vivía en Nueva York, y lo he releído ahora a la avanzada edad de cuarenta y dos. La magia del libro me ha acompañado desde aquella primera lectura, y el recuerdo de la misma permanece nítido en mi mente debido a que, a diferencia de muchos libros que retoman a mí fundamentalmente como series de imágenes, El gran Gatsby ha dejado asimismo su rastro en mi oído como música encantada, como susurros y risas, y como la propia voz de la narrativa.
El libro comienza con el recuerdo del narrador de algo que su padre le había dicho años atrás: «Cada vez que sientas el impulso de criticar a alguien, recuerda que no todas las personas de este mundo han contado con las mismas ventajas que tú.» Como lema para una vida, la cita es un anticlímax: palabras reprimidas que imagino pronunciadas por un hombre reprimido y acaso refugiado tras las páginas de su periódico; y, sin embargo, sin esta aguada versión norteamericana del «nobleza obliga», la historia de Gatsby no podría existir. Las palabras del padre constituyen la semilla de la historia; su origen. El hombre que llegamos a conocer como Nick Carraway nos cuenta que su padre «quería ir mucho más allá» de lo que sus palabras denotan, y yo le creo. Ocultos bajo el comentario subyacen un modo de vida y todo un universo moral. Sus resonancias son dobles: en primer lugar, sabemos que las palabras del narrador se hallan vinculadas a las palabras de su padre, que procede de un lugar que es capaz de identificar, y que no ha quebrado ese vínculo; en segundo lugar, que esas palabras paternas le han modelado para ser lo que es: un hombre «inclinado a reservarse todo juicio» ...
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