La herencia viva de los clásicos, Mary Beard, p. 82
El emperador Adriano fue una vez a los baños públicos y encontró a un viejo soldado que se frotaba la espalda contra la pared. Intrigado, le preguntó al anciano qué estaba haciendo. “Frotarme contra el mármol para limpiarme el aceite,porque no puedo costearme un esclavo”, le explicó el anciano. El emperador inmediatamente le hizo entrega de un equipo de esclavos y del dinero para su mantenimiento. Unas semanas más tarde, volvió a los baños de nuevo. Previsiblemente, tal vez, se encontró con todo un grupo de ancianos que se frotaba llamativamente la espalda contra la pared, tratando de sacar provecho de su generosidad. Él les hizo la misma pregunta y obtuvo la misma contestación. «Pero ¿no se os ha ocurrido frotaros la espalda unos a otros?», les respondió el astuto emperador.
Esta anécdota está recogida en
una extraordinaria «fantasía biográfica» de Adriano que se compiló en algún
momento del siglo IV d.C., aproximadamente doscientos años después de la muerte
de Adriano, por un hombre que escribía bajo el pretencioso seudónimo de «Elio Esparciano».
Esta es una anécdota que debe de haberse contado sobre un cierto número de
emperadores romanos. El hecho de que aparezca aquí vinculada al nombre de
Adriano probablemente no tenga en absoluto relevancia alguna. Lo que sí es
significativo es la visión que ofrece acerca de algunas suposiciones romanas
sobre en qué consiste ser un buen emperador. Debe ser generoso, tener visión de
futuro (nótese la subvención para el mantenimiento de los esclavos: los romanos
sabían que incluso los esclavos regalados no resultaban baratos) y, por encima
de todo, inteligente, no la clase de hombre a quien se le toma el pelo. Debía
tener también el arrojo de tratar cara a cara con su gente, no debía agradarle
el aislamiento propio de la élite en algún balneario privado, sino bromear con
todos los que fuesen a los baños públicos. El emperador romano debía ser uno
más de la pandilla, o al menos fingir serlo.
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