Una súplica para Eros, Siri Hustvedt, p.167
Lo cierto es que no puedo irme de Nueva York porque estoy loca por ella, estoy locamente enamorada de esta ciudad de un modo que suelo reservar para una persona. Y en esto tampoco soy la única. Es una ciudad grande, mala y maravillosa, ruidosa, estrepitosa y desagradable pero también amable y querida. Llevo veinticuatro años viviendo en ella, y aún no se ha terminado mi historia de amor. Hay partes tan feas que me parecen maravillosas. Siempre me he sentido atraída por la basura, los grafitos, los trenes ruidosos y traqueteantes, y parece que a pesar de mi antipatía hacia ellos, les tengo bastante apego a los basureros hoscos, los taxistas mudos y los camareros demasiado encantadores. Durante un tiempo reinó el silencio en Nueva York, la inquietante calma que envuelve los ritos de duelo. Sigues percibiéndolo cerca de la Zona Cero, pero a la que te alejas de allí, la gente hace meses que ha vuelto a las andadas. Grita a las controladoras de aparcamiento. Los camioneros chillan obscenidades a los peatones imprudentes y los pasajeros que viajan de pie en el metro se empujan unos a otros. Pero, como antes, la gente se apresura a ayudar a levantar a alguien que se ha caído al suelo. Tira monedas a los vagabundos, estafadores, músicos y tropas de jóvenes que cantan en armonía con los trenes. Y los neoyorquinos de ambos sexos y de todas las clases sociales siguen echándote piropos o soltándote palabras de aliento: «Me encanta tu sombrero, cielo», «Bonito abrigo» o «Eh, tú, flaca, regálanos una sonrisa».
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