TARDE EN CASA
Llueve, pero no mucho. Se oyen un
poco los pájaros y un poco más los camiones. El vecino de arriba rezonga, pero tampoco
chilla como otros días. Suenan las campanas de Sarria, que por unos momentos
ensordecen la sinfonía de la radio y las vibraciones del ventilador.
Estarnos en febrero de 1985.
Llego de Estrasburgo y mañana me voy a México a dar un curso más, el sexto ya. Después
he de pasar por Nueva York. No me hace ilusión ir, ni tampoco me desagrada. Tan
sólo me da algo de pereza.
No soy joven ni llego a ser viejo
del todo: estoy justo en medio de no sé qué. No tengo ninguna enfermedad, es cierto,
pero la propia salud física se me antoja ahora como ese estado de bienestar transitorio
que no presagia nada bueno. Tengo hijos medio adolescentes, a los que quiero más
que a nada y con los que la semana pasada no acabé de entenderme.
Tengo también libros hechos y
libros por hacer, pero estos últimos ya no sé si es preciso hacerlos. Serán, si
son, libros mejores y menos cándidos que los anteriores (a menudo tan
aplicados, tan convencidos ellos)
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