La hora violeta, Sergio del Molino, p. 65
Cuando se cumplió el primer
aniversario de los atentados del 11 de marzo de 2004, que mataron a casi
doscientas personas en Madrid, me encargaron varios trabajos especiales en el
periódico. Básicamente, se trataba de localizar a las familias de las víctimas
aragonesas -oficialmente, tres- y narrar sus historias en un suplemento
especial. En todo ese tiempo, no habían salido en el diario, sólo se habían
dado los nombres de los fallecidos, algunas fotos de los funerales y un par de
datos biográficos incluidos en la nota policial. Yo iba a ser el primero en
interrumpir su duelo.
Dos de las tres familias
declinaron salir en mi reportaje. Uno era el hijo de un militar, y el otro, una
señora de Ateca que vivía en Alcalá de Henares. Los terceros, sin embargo,
aceptaron a regañadientes, y yo fui el primer sorprendido. Eran los padres de
un chaval de diecinueve años, estudiante del Instituto Nacional de Educación
Física. Un deportista bonachón y entusiasta de su pueblo, Alfambra, en la
provincia de Teruel, donde la familia había abierto una casa rural. El joven iba
a clase y se montó en uno de los trenes que volaron por los aires.
El matrimonio vivía en un chalet
de Coslada, y hasta allí fui, en tren de cercanías, haciendo el trayecto
inverso al que hizo su hijo el 11 de marzo de 2004. Entré en la casa, saludé con
dos besos a la madre y estreché la mano lánguida del padre. Al instante percibí
una hostilidad desganada que asumí como merecida. Toda la casa estaba
impregnada del recuerdo del hijo muerto. Un gran retrato, el mismo que días
después ilustraría mi artículo en el suplemento especial del periódico, presidía
el salón. Trofeos deportivos, libros, fotos. La ausencia del hijo lo llenaba
todo. La casa era el horizonte de sucesos de un agujero negro, antimateria. El
vacío absorbía la realidad. ¿ Y qué quieres saber?
1 comentario:
Muy triste lo que cuentas.
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