No callar, Javier Cercas, p. 393
Borges le reprochó al Ulises su
proceder acumulativo: su incapacidad para seleccionar lo relevante y descartar
lo superfluo; dirigida a la obra milimétrica de Joyce, la objeción me parece
injusta, pero no dirigida a la de DFW. Esta contiene fragmentos deslumbrantes, pero
es víctima de uno de los peores peligros que acechan a un escritor -la
facilidad- y de una de las más dañinas supersticiones americanas -la de la Gran
Novela: la de la Novela Grande-; así que es difícil no darle la razón a Michiko
Kakutani, quien comparó La broma infinita con las esculturas inacabadas de Miguel
Angel: la obra de un genio, aunque no sea una obra genial. En realidad, el
genio de DFW resulta más visible en sus crónicas y ensayos. Es ahí donde DFW,
que fue un escritor encarnizadamente posmoderno, libra un combate titánico y
desesperado contra la ironía cínica, sarcástica y nihilista del posmodernismo,
lo que le condujo a abogar por una especie de literatura pedagógica. Nunca la
practicó, por fortuna -era demasiado buen escritor para hacerlo-, pero esa
lucha agónica le convirtió en heraldo de una literatura nueva, que nunca llegó
a ver.
DFW nació en 1962 en Nueva York,
pero gran parte de su vida transcurrió en Urbana, Illinois, donde residían sus
padres. Allí viví yo dos años a fines de los ochenta, mientras DFW peleaba
contra una depresión protegido por el «Fondo Mr. y Mrs. Wallace para Niños
Desnortados», como lo llamaba el escritor. Por eso he pensado a veces que no es
imposible que alguna noche de entonces, en alguna casa de aquella pequeña
ciudad universitaria donde todos los veinteañeros nos conocíamos y todos
asistíamos a todas las fiestas y todos hablábamos con todos, me cruzase con DFW
y conversásemos con una cerveza en la mano. Quién sabe. Era tal vez el escritor
más talentoso de mi generación, y el 12 de septiembre de 2008 se ahorcó en el
patio de su casa de Claremont, California.
No hay comentarios:
Publicar un comentario