El origen del mundo, Jorge Edwards, p. 43
En las obras autobiográficas de
Stendhal, en los llamados «escritos íntimos», hay un personaje que aparece en
forma recurrente, un amigo que el narrador observa siempre con curiosidad,
divirtiéndose con sus rarezas, con sus genialidades, y, sobre todo, con sus
hazañas eróticas, y de quien destaca, con insistencia, en pasajes muy alejados
unos de otros, lo cual revela una casi obsesión, el rasgo siguiente: que
necesita hacer el amor con una mujer distinta cada noche. Una vez que ha
poseído a esa mujer, su cuerpo pasa a ser para él, para el personaje de marras,
tan indiferente como el cuerpo de un hombre. Así dice el señor de Stendhal en
alguna página que ya no recuerdo con exactitud, puesto que cito de memoria.
Ahora bien, en mi calidad de stendhaliano de vieja data (llegué a sostener la
tesis extravagante, en mis juveniles cuarenta y tantos años, en un artículo
enrevesado, pretencioso, publicado en la revista Aurora, de que el autor de La
Cartuja de Parma era un precursor del marxismo), he sospechado a menudo que
este personaje, que asoma en las esquinas de diversos textos, en los capítulos
sobre París, sobre la Rue de Grenelle o el Faubourg Saint-Germain, de Henri Brulard,
en los episodios londinenses de Recuerdos de egotismo, en páginas de diario y
de correspondencia, es el propio Stendhal, que se retrataba a sí mismo con una
mezcla de narcisismo y de disimulo, con esa ambigüedad esquiva, engañosa, en alguna
medida complaciente, que es inherente a todo autorretrato literario
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