No callar, Javier Cercas, p. 327
Hace unos años George Steiner
pareció que intentaba definir la identidad de Europa en una conferencia
titulada La idea de Europa. Allí argumentó que nuestro continente puede reducirse a cinco axiomas. El primero es que
Europa es sus cafés, esos lugares de reunión donde la gente conspira y escribe
y debate, y donde nacieron las grandes filosofías, los grandes movimientos
artísticos, las grandes revoluciones ideológicas y estéticas. El segundo axioma
es que Europa es una naturaleza domesticada y paseable, un paisaje de escala
humana que contrasta con los paisajes salvajes, desmesurados e intransitables
de Asia, América, Africa u Oceanía. El tercero es que Europa es un lugar
preñado de historia, un vasto lieu de mémoire cuyas calles y plazas están
plagadas de nombres que recuerdan un pasado siempre presente, a la vez luminoso
y asfixiante. El cuarto es que Europa es el depósito de una herencia doble,
contradictoria e inseparable: la herencia de Atenas y Jerusalén, de Sócrates y
de Jesucristo, de la razón y la revelación. Y el quinto es que Europa es su
propia conciencia escatológica, la conciencia de su propia caducidad, de la
certeza sombría de que tuvo un principio e inevitablemente tendrá un final, más
o menos trágico.
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