Algún díia seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p. 33
La historia de mi tío conmigo,
como cualquier historia compleja, tiene varios finales. El primero aconteció en
esa misma década de los ochenta, alrededor de tres años después de aquel golpe,
que le permitió comprarse una casa y vivir con holgura una temporada. Estábamos
en el Puerto de Santa María, habíamos ido a los toros y, a la salida de la
plaza, alguien lo llamó desde un bar. De inmediato se puso tenso: miró a los lados
en busca de escapatoria y al final no le cupo otro remedio que obedecer. Yo fui
detrás, pero me quedé retirado, observando sin escuchar las palabras que
intercambiaba con quien lo había llamado: un cantaor tan conocido que traer
aquí su nombre pervertiría el sentido del relato, de quien mi tío, gran
aficionado al flamenco, fue amigo íntimo. Mi tío permanecía casi mudo y era el
otro, por lo común callado, quien hablaba. La conversación acabó cuando este
sacó del bolsillo del chaleco una moneda pequeña de oro y se la entregó. Me
llevó un tiempo asimilar lo que sucedió a continuación. · Salimos del bar y mi
tío, nervioso, me dijo que debía regresar a Madrid. Meses más tarde averigüé la
razón: se había apropiado de una gran cantidad de dinero que el cantaor le
había confiado para pagar a un carísimo odontólogo de Barcelona especializado
en cantantes y temía por su vida, no por lo que su antiguo amigo pudiera ordenar
que le hicieran, ya que la moneda que le regaló simbolizaba el perdón, sino por
lo que un espontáneo de su cohorte pudiera intentar para reivindicarse. Pero lo
esencial no es eso. Lo esencial es que, mientras huíamos por los callejones más
oscuros del Puerto de Santa María, mi tío me pidió que intercambiáramos
nuestras americanas. Esa sencilla propuesta, que en un principio atendí sin darle
importancia, nos marcaría en adelante. A mi madre le costó olvidarla y yo no
pude evitar que algo irreversible se rompiera entre nosotros.
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