Familia, infancia y juventud, Pío Baroja, p. 263
Estaba uno en esa edad en que
todas las mujeres le gustan: las bonitas, las feas, las solteras, las casadas,
las niñas y las viejas.
Las chicas aquellas, compañeras
de la infancia, me manifestaron un desdén, que, a la larga, me produjo
indignación. Si les hacía alguna pregunta, me respondían por compromiso y con
aire fastidioso: «sí», «no», como si no valiera la pena de ocuparse de lo que
se les decía.
Sin duda, para ellas no había que
fijarse en un joven si no era rico o elegante.
En mi tiempo, las muchachas eran
como plazas fuertes atrincheradas y amuralladas. Llevaban un corsé que era como
la muralla de la China o el baluarte de Verdún. Si por casualidad ponía uno la
mano en su talle, encontraba una coraza tan dura como la que podía llevar a las
cruzadas Godofredo de Bouillon.
Si uno pretendía entrar en
relación con uno de aquellos verdunes vivos, le contestaban varios días o
semanas «sí» o «no», como Cristo nos enseña.
Únicamente si podía uno presentar
en el estandarte un sueldecito o una renta, bajaba el puente levadizo del
castillo y se parlamentaba.
Yo muchas veces he pensado que,
quizá por la presión local, las mujeres jóvenes de esa época en España no
tenían ningún sentido erótico. Quizá el sentido erótico lo tenían más tarde;
pero en plena juventud no pensaban en el matrimonio más que como una carrera.
Como en San Sebastián yo no tenía amigos y las chicas que conocía de hacía
tiempo se mostraban tan desdeñosas conmigo, la estancia comenzó a serme
aburrida, y empecé a acariciar la idea de regresar a Madrid, para lo que pronto
encontré el pretexto.
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