Lo que la primavera, Marta Robles, p. 322
Hedy Lamarr se deja querer y comparte estrellato con Charles Boyer, Clark Gable, Lana Turner o James Stewart. Pero, aunque la reclaman de todas partes, ella no acude a ninguna fiesta. No sale por la noche. No bebe. Pasa las noches enteras dedicada a lo que es, más que un hobby, una obsesión: inventar.
Primero se fija en las alas de los aviones y decide que no son lo suficientemente rápidos por su culpa, por lo que, tras estudiar las de los pájaros y los peces voladores más rápidos del mundo, realiza un dibujo muy parecido al de las alas actuales que le regala a su amigo Howard Hughes («El peor amante que he tenido»). Poco más tarde, preocupada por el avance del nazismo y ya con el título de ingeniera de telecomunicaciones en su poder, su amigo, el compositor musical George Antheil, con quien sostiene una relación magnética (es de suponer que también sexual), se convierte en su principal aliado en la creación de un sistema secreto de comunicaciones a partir de dos tambores perforados y sincronizados, que funciona con 88 frecuencias y es capaz de hacer saltar las señales de transmisión entre las frecuencias del espectro magnético.
La pareja registra la patente bajo el número 2.292.387 a nombre de H.K. Markey (las iniciales de su nombre real y el apellido de su segundo marido, con el que por entonces está casada) y de George Antheil y se la ofrece a la Armada de los Estados Unidos, además de entregarle la información recopilada por Hedy en todas esas reuniones de trabajo a las que su marido la obligaba a acompañarlo. Por sorprendente que parezca, el ejército rechaza el invento: es demasiado adelantado para su tiempo.
Pasan décadas hasta que el mundo reconoce la magnitud del descubrimiento. En 1996, cuatro años antes de la muerte de Hedy a sus ochenta y cinco, la Eletronic Frontier Foundation reconoce, por fin, su mérito y honra a los inventores como pioneros del mundo digital por ese invento que abrió las puertas a las redes inalámbricas. Pero Hedy no acude a recogerlo. George, ya fallecido, no llega a disfrutar del éxito. Mucho antes, la misma Marina, que no reconoce el hallazgo («Eso déjelo para nosotros. Usted aproveche su belleza para vender bonos de guerra», le dicen los altos mandos a Hedy, que sigue el consejo a rajatabla y vende bonos y besos para hacer su contribución al ejército), al vencer la patente sin que la actriz se preocupe por renovarla («No sabía que había que hacerlo», dice ella), se apropia del invento y lo usa, por primera vez de manera oficial en 1962 en las crisis de los misiles soviéticos en Cuba.
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