Historia menor de Grecia. Pedro Olalla, p. 81
Quien toma la palabra es Catón el
Censor, un adusto varón de ochenta y cinco años a quien todos conocen y estiman
por su larga trayectoria política, su influencia sobre la sociedad romana y su
conocimiento de la tradición. Catón es también uno de los pocos ciudadanos
romanos que ha dedicado esfuerzo y tiempo a conocer la lengua y los escritos de
los griegos. En el silencio de la espaciosa sala, Catón recuerda a todos los presentes
que el fin de la educación romana es formar a los líderes en el ejercicio de la
política y las armas. Por tanto, es de los magistrados y de los militares de
quienes los jóvenes deben aprender la honestidad, la lealtad, el valor, la
justicia y todas las virtudes de Roma, evitando prestar oídos a las
extravagancias y las dudas de los filósofos. Moviéndose con lentitud por el
estrado, Catón habla de Sócrates como de un charlatán perverso que aspiró a tiranizar
a su patria abominando contra las costumbres e inculcando en sus conciudadanos
pensamientos contrarios a la ley. En una pausa y con rictus de conmiseración,
menciona a los alumnos de la escuela de Isócrates, que permanecían en ella hasta
llegar a viejos, como si fuera en el Hades y ante Minos donde hubieran de poner
en práctica lo que allí aprendían.
Recuperando el gesto de rigor y
elevando la voz en ocasiones, el anciano Catón advierte a los romanos de lo
subversivo de esos discursos que ahora admiran, del peligro de su
persuasión-mayor aún que el de su doctrina-y de los males que los fiósofos
pueden acarrear a la república. Y finalmente, en una última moción, propone que
se dé pronta respuesta a la embajada de los atenienses y que se les envíe de
vuelta a sus escuelas a confundir con sus brillantes pláticas a los jóvenes
griegos, pues para él es evidente que, si nada se hace por impedirlo, la
perdición de Roma vendrá por la influencia de lo griego.
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