Todo está ya en marcha. El núcleo de este ingente proyecto será un santuario dedicado a las Musas que ya ha empezado a construirse. En él, las diosas de la creación y la belleza recibirán su culto en las bocas del Nilo como desde los tiempos más antiguos lo reciben en el valle del Helicón, en las suaves majadas donde Hesíodo pastoreaba su rebaño. Un sacerdote nombrado por el rey se encargará de los oficios. En lo demás, el Museo seguirá la pauta del Liceo ateniense: un tranquilo jardín para el estudio y la meditación, unos escaños donde reunirse a disertar, pequeñas estancias para acoger a los amantes del conocimiento, un amplio comedor común y, claro está, un armonioso pórtico que favorezca los encuentros y el diálogo.
Al otro lado del jardín, cerca
del puerto, los obreros trabajan ahora en revocar por dentro los innumerables
anaqueles del edificio que acogerá muy pronto los papiros que Demetrío se
encarga de comprar y de clasificar sin descanso. Cuando el Museo comience a
funcionar, las obras contenidas en estos frágiles soportes serán copiadas,
restauradas, salvadas del olvido, cotejadas con otras como nunca antes ha
podido hacerse, sometidas a un contacto que ha de engendrar sin duda algo
nuevo. Épica, lírica, tragedia, historia, leyes, física, medicina ... La labor
es ingente, febril, casi un delirio, pero toda Alejandría lo es. La nueva
biblioteca del rey Ptolomeo debe ser la memoria de los griegos; y no sólo eso,
debe aspirar a contener además el saber reunido por los persas, por los indios,
por los hebreos, así como los valiosísimos anales sagrados de los egipcios.
Sólo así, la nueva creación será también la memoria de los hombres. Hasta la
fecha, Demetrio ha reunido veinte mil volúmenes, pero el rey quiere poner los
medios para que lleguen a ser cientos de miles. Quién sabe lo que habrá de
durar esta locura.
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