Manual corsario, PP Pasolini, p. 404
El lugar donde mataron a Pasolini
es, de verdad, deprimente. No está en la misma playa, como yo había supuesto,
sino en una parcela vallada junto a la carretera, en un páramo rodeado de
suciedad, basuras y hierbas secas que es la viva imagen del olvido. Un lugar
para morir como un perro. Y en cuanto al monumento, tampoco es una estatua del
autor de Poesía en forma de rosa, que
era lo que yo esperaba encontrar, sino una obra abstracta formada por un
círculo, un saliente curvo que lo mismo podría ser una asta de toro que una
hoz, y una peana, todo ello de cemento rugoso y pintado de blanco. No hay
ninguna inscripción, ningún verso de Las cenizas
de Gramsci o Transhumanar y organizar, ninguna sentencia recortada de sus
novelas, sus ensayos o sus películas. Nada, absolutamente nada. En resumen, que
aquella tierra baldía era ninguna parte, el sitio idóneo para acabar con
alguien a quien todo el mundo deseaba ver muerto.
Porque allí, cerca de la feísima
playa de Ostia, en ese espacio tan anodino y tan desdeñado que constituye parte
de la nada, resulta que a Pier Paolo Pasolini, aquel hombre a quien tantos
querían eliminar, no lo mató nadie. O lo mató un don nadie, un chapero, uno de
esos individuos que la sociedad considera simple escoria, gente tan
despreciable que cuando comete un crimen contagia a sus víctimas, las
transforma en parte del delito. ¿Quién mató a Pasolini?, se preguntaron muchos,
y la respuesta más general fue: sus propios vicios. Así, el asesinato del autor
de Teorema ultimó su descrédito. A partir de ahí, empezó la leyenda, que se
parece a aquel ángel de un relato de Borges que volaba a la vez hacia Oriente y
Occidente porque es, al mismo tiempo, hermana gemela de la verdad y de la mentira. Las leyendas son el antídoto de los
hechos.
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