Esta tarde, Marco disertará frente a Apolonio para ser admitido en su escuela. Ahora que cae el sol, los discípulos han empezado a congregarse en el patio, bajo las higueras, a la espera de escuchar al extranjero. El maestro le ha rogado que hable en griego, pues no comprende bien el latín, y Marco ha visto en ello una oportunidad de ser juzgado con mayor indulgencia.
Desde niño, Marco vive enamorado de la filosofía. Primero le fascinó el epicúreo Fedro, al que escuchó disertar en Roma cuando tenía quince años. Después, asistiendo a las lecciones de Filón de Larisa, conoció el pensamiento político y moral de Platón, al que aún hoy sigue teniendo por un dios. Luego, con gran esfuerzo, se aplicó a traducir al latín las lecturas que más le conmovían, teniendo que forjar para ello voces nuevas que dieran el sentido de aquellas luminosas ideas. Su vocación social lo llevó a la oratoria, a defender las causas de los justos en el foro, pero la inquina de los protegidos de Sila no tardó en obligarlo a abandonar Italia. Así, hace casi dos años, desembarcó en Atenas, y luego pasó a Asia al encuentro de Jenocles, de Dionisia, de Menipo, hasta llegar aquí, a Rodas, a casa de Apolonio, tratando de aprender de los mejores maestros.
El discurso ha concluido con una afirmación medida, precisa, cadenciosa, seguida de un silencio brevísimo roto por un brioso aplauso. Los alumnos de Apolonio se levantan y acuden hacia Marco, lo felicitan estrechando sus manos y sus hombros, sonríen y hacen corrillos donde intercambian palabras de elogio. Sólo el maestro permanece callado, rodeado de algunos que lo miran disimuladamente sin atreverse a preguntar. Luego, al ver que la mirada intranquila de Marco le busca esquivando cabezas, Apolonio se levanta y le dice: «Muchacho, te felicito y te admiro, pero lamento la suerte de Grecia viendo que los únicos bienes que nos quedan -la educación y la palabra- por ti van a pasar también a los romanos».
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