El día que Caries Riba murió, Gabriel Ferrater tenía treinta y siete años y casi dos meses. Por la tarde, cuando se enteró de la noticia, se encaminó hacia el piso de República Argentina con vistas sobre el puente de Vallcarca donde Riba había vivido con Clementina Arderiu desde el retorno del exilio. Durante los últimos tiempos, Ferrater había pasado horas en la habitación donde se celebraba la tertulia. Había memorizado comentarios de Riba sobre poesía, anécdotas de medio siglo de cultura. No las olvidaría. Quizás ningún magisterio había sido como el de Riba. Informal, exigente, de altísimo nivel: un día Kavafis y otro March, y otro las relaciones entre la política y los intelectuales. Habían hablado de la poesía de Riba y de la suya, la que había empezado a escribir, pero no había publicado. «Si sigue esperando a publicar sus poemas, se le pasará el arroz», decía Ferrater que le había dicho Riba, «perderá el tiempo». La noche antes Ferrater había sabido que a Riba lo habían operado de un viejo problema hepático y le comentaron que el pronóstico era bueno. Murió al cabo de pocas horas.
Triste tarde del domingo 12 de
julio de 1959. Gabriel Ferrater vela el cuerpo sin vida de Caries Riba. Sabemos
la impresión que le causó contemplar el cadáver. En pocas horas la frente se
había alejado de la nariz, de los pómulos y del maxilar. El rostro a través del
cual se mostraba aquel hombre, siempre tan enérgico, ahora le sugería la imagen
de una casa derrumbada.