EL CIRCO DE SANGER
En la época de su muerte, el
nombre de Albert Sangex era apenas conocido por el público filarmónico de Gran Bretaña.
Entre los muy pocos que habían oído hablar de él, existían varios que le llamaban
Sangé, a la manera francesa, por su poca inclinación a suponer que a veces
nacen en Hammersmith grandes hombres.
Allí, sin embargo, fue donde
nació, de padres de la baja clase media, en la segunda mitad del siglo XIX. El
mundo entero lo supo tan pronto como murió y fue sepultado. Los ingleses, al
descubrir un nuevo patrimonio, se excitaron en extremo; parecía que se había
hablado mucho de Sanger en el resto del mundo. Sus pretensiones a la
inmortalidad fueron empeñosamente estudiadas por personas que abrigaban la
esperanza de tener muy pronto una oportunidad de escuchar sus obras. Se
descubrió que su idioma era anglosajón, que podía demostrarse no era atín, ni
gótico, ni eslavo. Las columnas necrológicas hablaban de la alegre sencillez de
sus ritmos, un rasgo inequívocamente nacional que, declaraban, debía remontarse
a Chaucer. Lamentaban la muerte de otro profeta sin honores en su patria.
Pero el público británico no era
del todo culpable; pocos son los que pueden admirar sinceramente una pieza de
música que jamás han oído. Durante la vida de Sanger sus obras nunca fueron
ejecutadas en Inglaterra. Esto era en parte culpa suya, porque no componía más
que óperas, y en escala particularmente grandiosa. Su representación era una empresa
de riesgo, aun en las condiciones más promisorias; y en Inglaterra, las
condiciones en que se estrena una ópera jamás son promisorias. La prensa sugería
que otros compositores tampoco habían sido repetidamente escuchados en Londres,
Mientras Sanger languidecía en un pequeño limbo del olvido. O no era
precisamente así. El limbo no era tan pequeño.
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