A los once años el autor de este libro quería ser Isaac Asimov.
El origen de ese deseo está en un
pasaje de la tercera autobiografía del autor de Fundación: tras leer un relato
de uno de sus contemporáneos, cuenta Asimov, sintió que él también podía hacer
eso y que él, de hecho, podía hacerlo mejor. Y yo también puedo, pensé.
Pero tres años después ya no
quería ser Asimov. Había escuchado “Break on Through”, visto ya no sé cuántas
veces la película de Oliver Stone (The Doors, 1991) y decidído que, ahora,
quería ser Jim Morrison. A diferencia de Asimov, de hecho, Morrison sí tenía
una imagen que valía la pena copiar. N o importaba que en el fondo fuese
imposible alcanzar un parecido físico; el corte de cabello, la mirada, la
expresión, los pantalones de cuero y las blusas blancas eran suficiente, junto a
hablar con pasión de algo llamado poesía, leer a Huxley y a Blake y planear la
búsqueda de hongos alucinógenos en el remoto Este uruguayo.
Y quizá en el fondo sí entendí (o
sigo creyendo haber entendído) qué era la poesía, a qué sonaba, cómo se sentía.
Gracias a mi imitación de Morrison. Gracias a esa pequeña influencia o
contaminación.
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