Cuando, durante la guerra, siendo aún un niño, me mandaron a un internado, me invadió una sensación de confinamiento e impotencia y lo que más deseaba era movimiento y poder, libertad de movimiento y poderes sobrehumanos. Disfrutaba de ambas cosas, al menos durante un rato, cuando soñaba que volaba, y, de una manera distinta, cuando iba a montar a caballo por el pueblo que había cerca de la escuela. Adoraba el poder y la agilidad de mi montura, y todavía puedo evocar sus movimientos desenvueltos y ufanos, su calor y el dulce olor a heno.
Pero, sobre todo, me encantaban
las motos. Antes de la guerra, mi padre tenía una: una Scott Flying Squirrel, con
un gran motor enfriado por agua y un tubo de escape divertidísimo, y yo también
quería una moto poderosa. En mi cabeza se mezclaban imágenes de motos, aviones
y caballos, y también imágenes de motoristas, vaqueros y pilotos, a los que
imaginaba controlando de manera precaria pero jubilosa sus poderosas monturas.
Mi imaginación infantil se alimentaba de películas del Oeste y de combates aéreos
heroicos: veía cómo los pilotos arriesgaban su vida en sus Hurricanes y
Spitfires, protegidos tan sólo por sus gruesas chaquetas de vuelo.
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