Azaña, Josefina Carabias, p. 315
«No se aceptan regalos»
En París, uno de los que habían sido amigos suyos y que
había abandonado definitivamente España porque encontró medios de vIda fuera y
se hallaba en buena situación económica, me dijo un día:
-Ha venido Fulano [no recuerdo quién era] y me ha dicho que
hace poco le invItó a comer don Manuel y que le dio bastante pena ver que en su
mesa faltan muchas cosas de las que a él le gustaban. Me gustaría que
acompañaras a mi mujer a encargar unos paquetes para hacérselos llegar, como
regalo. Tú sabes qué cosas les gustan a él ya su mujer.
Estuvimos en Chez Fauchon, la mejor tienda de comestibles de
París en la plaza de la Magdalena. Elegimos los mejores cafés, las más bellas
frutas en dulce, los frascos de foie gras trufado, varias cajas de finísimas
galletas, y pastas para el té, azúcar, miel, mermeladas, latas de té para un
par de años, leche en polvo, mantequilla salada, quesos de todas clases ... Sin
embargo, conociendo como conocía algo al personaje, yo me imaginaba que, a
pesar de tratarse de cosas que le eran muy gratas, Azaña no consideraría oportuno
el envío.
En efecto, algún tiempo después supe, por otro amigo de la
familia que había querido hacer tan espléndido regalo, lo decepcionante que
había sido el acuse de recibo: «Agradezco muy sinceramente su envío de víveres,
pero debo decirles que les han informado a ustedes mal. Yo no carezco de nada
de lo indispensable porque en las circunstancias actuales lo indispensable es
muy poco y las apetencias son mínimas. He hecho, pues, entrega de sus obsequios
a los establecimientos que cuidan niños,
ancianos y convalecientes. Por las notas adjuntas verán que todo ha sido bien
recibido y espero que, en lo sucesivo, sus obsequios sean enviados directamente
adonde más falta hacen, a fin de ganar tiempo”.
Quien fue capaz de devolver un lote maravilloso de libros
que le envió Pérez de Ayala desde Londres en un momento que le pareció
inoportuno -en lugar de habérselos enviado mientras estaba preso- no era hombre
capaz de aceptar las costosas exquisiteces, aunque algunas de ellas no fueran enteramente superfluas, que le
enviaban quienes podían permitirse hacer tales obsequios, mientras los niños y
los enfermos en España pasaban hambre.
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