INTRODUCCIÓN
Cuando se cumplen cien años de su
nacimiento en Alcalá de Henares y cuarenta de su entierro en Montanhan (Francia),
la figura de Manuel Azaña, nunca olvidada pero sí escarnecida durante decenios,
vuelve a inspirar respeto y hasta admiración.
Para quienes le conocimos y hasta
le tratamos durante varios años, es un deber contar cómo era, o cómo nos
parecía, aquel hombre poco común que, habiendo vivido cincuenta años en una
relativa oscuridad, dentro de un círculo reducido de intelectuales, dio en sólo los diez años
siguientes el salto a la fama más extensa, conoció el sabor del triunfo, la
mordedura de la calumnia y, finalmente, un doloroso calvario.
Esto que tiene el lector en sus
manos no es una biografía más de Azaña. Es sólo un modesto testimonio de
primera mano, que puede servir a sus biógrafos. Se ha hablado de «los dos
Azañas». A mí, desde que le conocí, antes de que fuera conocido en España y en
el mundo, hasta que le perdí de vista, siempre me pareció uno solo. Un hombre
más humano de lo que él dejaba ver, con más corazón del que mostraba y con no
pocas contradicciones dentro de sí mismo.
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