Tiene que llover, KO Knausgard, p. 311
Quedamos la tarde siguiente.
Saqué de la biblioteca la traducción de La Divina Comedia, empecé a leer sin
tomar notas, lo que debía quedarse, se quedaría, suponía. Sabía de qué trataba,
había leído una tercera parte del libro sobre Dante de Lagercrantz, Y me había
formado una idea clara de cómo era la obra. Pero de ninguna manera estaba
preparado para la sensación de tiempo que desprendieron las primeras páginas,
el que el texto no tratara del siglo XIV, sino que procediera de esa época, que
formara parte de aquella época de la que yo podía participar ahora.
Oh vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza.
La puerta del infierno, Semana
Santa, año 1300, Dante que se ha perdido en mirad de la vida, y que será
salvado al poder verlo todo.
Verá todo y así será salvado.
Pero al principio del primer
canto no se había perdido en la vida, sino en el bosque, y los animales que le
atacaban no eran el pecado ni la traición, sino animales salvajes de carne y
hueso que enseñaban los dientes. El infierno no era un estado mental, la entrada
se encontraba allí mismo, en medio del mundo, al pie de un precipicio, rodeada
de bosques y campos yermos por todas partes.
Me di cuenta de que lo que ponía
en las notas explicativas a pie de página sobre lo que representaban los
animales salvajes, los lugares y los sucesos era real, pero lo excepcional del
comienzo, que yo sentía en cada célula de mi cuerpo como un vado, como hambre,
era lo que tenía de concreto, corporal, material, no las sombras proyectadas
dentro del mundo de las ideas. Había una comparación con la construcción de un
barco en los astilleros de Venecia, de repente y con una fuerza tremenda
comprendí que Dante habría estado escribiendo aquello en algún lugar, quizá
mirando al infinito y preguntándose qué podría usar para hacer esa comparación,
y entonces se acordada de unos astilleros que había visto una vez en Venecia,
ciudad que seguía allí cuando lo escribió.