Rara vez sueño. Pero cuando lo hago, me despierto sobresaltada y con el cuerpo bañado en sudor. Entonces vuelvoa acsotarme y, mientras espero a que mi corazón se calme, me pongo a meditar sobre el irresistible poder mágico de la noche. De niña y jovencita nunca soñaba, no cosas buenas ni malas; es la edad madura la que arrastra y me trae en una masa compacta los horribles sedimentos del pasado, lo que resulta aún más atroz porque esos acontecimientos, sin haberlos vivido nunca en la realidad, en los ensueños se me presentan de una forma aún más concentrada y trágica. Entonces me despierto con gritos de terror.
Mis sueños son siempre idénticos, las mismas visiones reurrentes de un modo invariable: estoy junto a la escalera de nuestra cas, delante de la puerta de cristal reforzado con alambes contra roturas y montado en marcos de metal. Afuera, en la calle, hay una ambulancia, las siluetas fluorescentes del perosnal de urgencias que vislumbro a través del vidrio cobran una dimensión sobrehumana, sus rostros hinchados parecen rodeados de un halo, como la luna. Intento hacer girar la llave en la cerradura para abrir la puerta y dejar pasar a los sanitarios: si no lo logro, llegarán tarde para atender a mi enfermo. Pero, por más que me esfuerzo, la cerradura no se mueve, la puerta sigue inmóvil como si la hubieran soldado a su marco metálico.Pido auxilio, peor nadie acude, ninguno de los vecinos de las tres plantas del edificio; no pueden
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