Prólogo
ESTA mañana tenía el Rastro esa
grandeza de los días de invierno. Apenas había amanecido y ya estaban
desplegándose los primeros puestos. Todas las cosas que iban extendiendo sobre
la acera parecían oxidadas, chatarra, latón viejo; hasta los libros tenían algo
de escombros. El cielo, empañado de frío, no se sabía todavía si iba a ser azul
o gris, y desde Mira el Río se veían allá abajo, uno aquí, otro más allá, los vivacs
encendidos. Son fuegos que meten en calderos de zinc o en bidones que cortan
por la mitad y en los que hacen unos agujeros para que las llamas respiren. A
veces queman una cómoda entera, con cajones y todo, o la pata de una consola
que recuerda el cuello de un cisne. Alrededor hay siempre gitanos vestidos de
punta en negro, muy elegantes, que parecen duques. El aire entonces se llena de
un olor pestilente a barniz quemado o, por el contrario, huele a pino y a resma
de papel, que se mezcla con el olorcillo a pan reciente que sale de dos tahonas
que están casi juntas.
Luego X y yo, un poco cansados de
hacer el zapador, hemos ido a tomar un café a uno de esos baruchos del Rastro
que tienen en el escaparate tripas atadas a unos palos y cazuelas con callos
fríos. Buscar libros hay que hacerlo en ayunas, como los verdugos.
El dueño no estaba. Nos ha
servido una señora gorda que hacía bromas picantes con un buhonero que llevaba
puesto un flamante anorak de slalom, de color rojo.
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