Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.552. LONDRES / L-F CELINE


Al principio, cuando llegamos a Londres, a Angèle apenas la veía. Si durante el primer mes se acercó dos o tres veces a decir hola y a que me la trajinase, ya son muchas. Estaba demasiado ocupada, decía, con su Purcell, instalándose, afirmaba, en una avenida que yo aún no conocía por Marble Arch, en un bonito barrio parecido a l’Étoile pero aquí, en un rincón de un parque al estilo de Monceau, el Hyde (Haide). Yo nunca iba por allí, de común acuerdo, para no molestarlos. Me quedaba en mi zona, vamos, no pedía nada a nadie, que me dejasen en paz. No iba a ser yo motivo de complicaciones. Por eso, me escogió un cuartito en Leicester Street bastante decente, he de decir. Leicester es directamente el barrio de los placeres inmediatos, una zona lateral al bulevar, para que os hagáis una idea, justo en la esquina del Empire Theater. En la época de la que hablo, el Empire Theater era un escenario para revistas vivarachas. También era el momento de la propaganda para el frente. Se animaba a los ingleses de todas las maneras posibles para que se unieran a la danza, ¡y no veas lo difíciles de convencer que son los ingleses! Se les presentaba la cosa con música como un tremendo viaje patriótico y una luna de miel, con un torrente de fanfarrias, un pasmo de muslámenes cadenciosos, en un paraíso de flores eléctricas bien abiertas. A ver qué más querían. En el 22º regimiento de coraceros, las cosas eran más simples, pero para los gentlemen echaban el resto. Eran hombres refinados. Se los trabajaba a fuerza de sugestión, de whisky, de cigarrillos, de orgullo, de blondas, de cansancio. Yo no decía nada, observaba, era mi papel, pero, aun así, aquello me parecía un juego de niños. Cuando ya no tuve uniforme para pasear, su reclutador, con su pequeña escarapela y su bastoncito de mando, se acercaba a menudo para tantear mis sentimientos. Me daba un chute de amor propio, me tomaba por un novato. Tenía labia. Yo me pavoneaba. Le dejaba hacer. Por soñar que no quede. Cuando lo escuchaba, me rejuvenecía, volvía recompuesto de todo un infierno. Lo seguía escuchando por placer. Entonces, ¿no se me notaba lo del oído? ¿No se oía fuera? Iba diciendo que la calle donde vivía estaba un poco apartada de Piccadilly Circus, esa plaza donde hay tantos vehículos y la publicidad atesta los escaparates. Era una callecilla bastante traicionera, la nuestra, para ser sincero, con tiendas donde no se vendía gran cosa como no fuesen coños más o menos, pero a salto de mata, claro, en el entresuelo, a la inglesa. La planta baja, como si fuese un salón, era el lugar de descanso de los chulos, siempre alerta.


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