Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 955. MAQUINAS COMO YO / IAN MCEWAN


Era el anhelo religioso con el don de la esperanza; era el santo grial de la ciencia. Nuestras ambiciones fluctuaban -más alto, más bajo- gracias a un mito de la creación hecho real, a un acto monstruoso de autoamor. En cuanto fuera factible, no tendríamos otra opción que seguir nuestros deseos y atenernos a las consecuencias. En términos más elevados, aspirábamos a escapar de nuestra mortalidad, a enfrentarnos o incluso reemplazar la divinidad mediante un yo perfecto. En términos más prácticos, pretendíamos diseñar una versión mejorada, más moderna de nosotros mismos y exultar de gozo con la invención, con la emoción del dominio. En el otoño del siglo XX, llegó al fin el primer paso hacia el cumplimiento de un viejo sueño, el comienzo de la larga lección que nos enseñaríamos a nosotros mismos: que por complicados que fuéramos, por imperfectos y difíciles de describir -aun en nuestros actos y modos de ser más sencillos-, se nos podía imitar y mejorar. Y heme ahí a mí de joven, un adoptante precoz y ansioso en aquel frío amanecer.
Pero los humanos artificiales eran ya un lugar común desde mucho antes de su advenimiento, de forma que, cuando llegaron, para algunos fueron una decepción.

INCIPIT 954. LA CASA DE LA TRIBU / SERGIO PITOL


Hacia fines de marzo visité una casa en Moscú. Un viejo palacio con paredes de gruesos troncos de pino, rodeado por un amplio jardín. Todo en el interior parecía animado de vida la fría mañana de invierno en que un poco por casualidad caí en aquel lugar. Daba la impresión de que la casa aún estaba habitada ... Tal vez la familia se había marchado ese año a pasar el invierno en la casa solariega de lasnaia Poliana. Un enjambre de empleadas de aspecto centenario contribuía a fortalecer la ilusión. Entre cuatro arrastraban de un cuarto a otro un viejo baúl de cuero. Otras estaban sentadas tomando su té en grandes tazones. Daban un sorbo, se levantaban, caminaban un poco sin ton ni son, volvían a sentarse, daban otro sorbo ... Al recorrer el interior no pude pensar sino que estaba husmeando en la casa de una tribu. No había medio humano de guardar o mantener alguna intimidad en aquel recinto; en sus tiempos debió haber parecido una colmena. Un gran salón de recepciones, una habitación de trabajo con las paredes atestadas de libros donde el propietario debió haber pasado gran parte de su tiempo, y, entre uno y otro espacio, una infinidad de minúsculos cuartos para albergar a  la profusión de hijos que tan copiosamente habían nacido en aquella casa, a la costurera, a los preceptores e institutrices, a los parientes pobres, a los peregrinos de paso rumbo a algún santuario.

INCIPIT 953. ANTROBUS / LAWRENCE DURREL


Me gusta Antrobus. Realmente no podría decir por qué. Quizá porque se toma todo con tremenda seriedad. Es asombroso: no cesa de susurrar, chasquear la lengua, poner cara de piedra, fruncir los labios, mostrar las palmas de las manos con el gesto de "y usted, ¿qué hubiera hecho?".
Hemos servido juntos en varias capitales extranjeras; él como diplomático de carrera y yo por contrato, lo que explica por qué él es ahora un acaudalado veterano de Southern mientras yo soy un empobrecido escritor. Sin embargo, cada vez que voy a Londres me invita a comer en su club y hablamos del pasado, de esos días felices que pasábamos en las capitales extranjeras "mintiendo" por Inglaterra.
“El episodio del Tren Fantasma -dijo Antrobus- fue un poco antes de tu época. Lo menciono porque no se me ocurre nada que ilustre mejor los azares de la vida diplomática. De hecho, los pone absolutamente de relieve.
“Cada nación tiene su idée fixe particular. En el caso de los yugoslavos son los trenes. Les inspiran un romanticismo instantáneo. Cuando las locomotoras no están en marcha, tienen que protegerlas con guardias armados para evitar que los curiosos campesinos las desmonten pieza por pieza. No hay ningún objeto que despierte a tal extremo la concupiscencia de los serbios. Se les cae la baba, viejo amigo; verdaderamente ils bavent.

DEL HOMBRE


Máquinas como yo, Ian McEwan, p. 103
Me quedé en la cocina, en un viejo sillón de cuero, con una copa globo de blanco moldavo. Me resultaba muy placentero seguir una línea de pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no era el primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana como especie podía verse como una serie de degradaciones encaminadas hacia la extinción. Un día estuvimos entronizados en el centro del universo, y el sol y los planetas, y el mundo observable en su integridad, giraban en torno a nosotros en una danza intemporal de adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la astronomía despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol, una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente únicos, designados por el creador para ser señores de todo lo viviente. Luego la biología confirmó que éramos parejos al resto de los seres, y que compartíamos unos ancestros comunes con las bacterias, las violetas, las truchas y las ovejas. A principios del siglo XX nos sumimos en un exilio aún más oscuro cuando la inmensidad del universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia que a su vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a la conciencia, nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos al creer que ocupábamos un lugar de preeminencia respecto del resto de las criaturas del planeta. Pero la mente que un día se había rebelado contra los dioses estaba a punto de destronarse a sí misma por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra comprensión. ¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?

INCIPIT 952. EL ANTROPOLOGO INOCENTE / NIGEL BARLEY

LAS RAZONES
«¿Y por qué no haces un trabajo de campo?» La cuestión me la planteó un colega al término de un más o menos etílico repaso de la situación de la antropología, la docencia universitaria y la vida académica en general. El repaso no había resultado muy favorable. Habíamos hecho inventario y encontrado la alacena vacía.
Mi caso era bastante corriente. Me había formado en instituciones educativas de prestigio y, empujado más por el azar que por elección propia, había acabado dedicándome a la docencia. La vida universitaria de Inglaterra se basa en toda una serie de supuestos arbitrarios. En primer lugar, se supone que si uno es un buen estudiante, será un buen investigador. Si es un buen investigador, será también un buen enseñante. Si es buen enseñante, deseará hacer trabajo de campo. Ninguna de estas deducciones tiene fundamento. Hay excelentes estudiantes que resultan lastimosos investigadores; extraordinarios eruditos, cuyos nombres aparecen constantemente en las revistas especializadas, que dan unas clases tan rematadamente aburridas que los alumnos expresan con los pies la opinión que les merecen y se evaporan como el rocío bajo el sol africano. La profesión está llena de abnegados investigadores de campo, con la piel curtida por la exposición a climas tórridos y los dientes permanentemente  apretados tras años de tratar con los indígenas, y que tienen poco o nada interesante que decir en términos académicos

INCIPIT 951. STONER / JOHN WILLIAMS


William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Misuri en el año 1910, a la edad de diecinueve afios. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el
título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la universidad. Este manuscrito aún puede encontrarse en la Colección de Libros Raros, portando la siguiente inscripción: «Donado a la biblioteca de la Universidad de Misuri, en memoria de William Stoner, Departamento de Inglés. Por sus colegas».
Un estudiante cualquiera al que le viniera a la cabeza su nombre podría preguntarse tal vez quién fue William Stoner, pero rara vez llevará su curiosidad más allá de la pregunta casual. Los colegas de Stoner, que no le tenían particular estima cuando estaba vivo, ahora raramente hablaban de él: para los más viejos, su nombre era un recordatorio del final que nos espera a todos, y para los más jóvenes es meramente un sonido que no evoca ninguna sensación del  pasado ni ninguna identidad con la que ellos pudieran asociarse ni a sí mismos ni a sus carreras.
Nació en 1891 en una pequeña granja en Misuri central cerca del pueblo de Booneville, a unas cuarenta millas de Columbia, la sede de la universidad. A pesar de que sus padres eran jóvenes cuando nació -su padre tenía veinticinco, su madre apenas veinte- lo que Stoner pensaba de ellos, incluso cuando era un niño, es que eran viejos.

INCIPIT 950. LOS TESTAMENTOS / MARGARET ATWOOD


El ológrafo de Casa Ardua
Sólo a los muertos les erigen estatuas, pero a mí se me ha concedido ese honor en vida. Ya estoy petrificada. La estatua fue una muestra de aprecio a mis muchas contribuciones, decía la inscripción, que leyó en voz alta Tía Vidala. Le habían asignado la tarea nuestros superiores, y  distó mucho de mostrarme ningún aprecio. Le di las gracias con tanta modestia como pude; acto seguido, tiré del cordel para desprender el velo que me cubría. La tela se hinchó en el aire antes de caer al suelo, y allí estaba yo. No somos dadas a las ovaciones, aquí en Casa Ardua, pero hubo unos discretos aplausos. Incliné la cabeza, con una pequeña reverencia.
La estatua es majestuosa, como suelen ser las estatuas, y me muestra más joven y delgada de lo que soy al natural, en mejor forma de lo que he estado en mucho tiempo. Aparezco erguida, con la barbilla alta y los labios curvados en una sonrisa dura pero benévola. La mirada se pierde en un punto del firmamento, representando mi idealismo, mi inquebrantable compromiso con el deber, mi tenacidad de avanzar salvando todos los obstáculos. No es que la estatua pueda ver ni un atisbo del cielo, escondida como está en el lúgubre macizo de árboles y setos junto al sendero

LOS UNIVERSALES


Máquinas como yo, Ian McEwan, p. 37
Años atrás, siendo estudiante, leí acerca de un «primer contacto», a principios de la década de 1930, entre un explorador llamado Leahy y un grupo de montañeses de Papúa Nueva Guinea. Los miembros de la tribu no sabían discernir si aquellos seres pálidos que habían aparecido de súbito en su tierra eran humanos o espíritus. Volvieron al poblado para discutir el asunto, dejando atrás a un adolescente para que espiara al desconocido. La cuestión se zanjó cuando el chico-espía informó de que uno de los colegas de Leahy se había ido detrás de unos arbustos para defecar. Aquí, en mi cocina, en 1982, no muchos años después, las cosas no eran tan sencillas. El manual de instrucciones me hizo saber que Adán tenía un sistema operativo, y también una naturaleza -o sea, una naturaleza humana-, y una personalidad, la que esperaba que Miranda me ayudara a asignarle. No tenía ninguna certeza de cómo se solapaban estos tres sustratos, o cómo reaccionaban entre sí. Cuando estudiaba antropología, no se pensaba que existiera una naturaleza humana universal. Era una ilusión romántica, un mero producto variable de las condiciones locales. Solo los antropólogos, que estudiaban en profundidad otras culturas, y sabían del bello abanico de la variedad humana, comprendían cabalmente lo absurdo de los universales. La gente que se quedaba atrás, en la comodidad de su casa, no entendía nada, ni siquiera de sus culturas propias. A uno de mis profesores le gustaba citar a Kipling: «¿Y qué saben de Inglaterra quienes solo conocen Inglaterra?”

AFRICA


El antropólogo inocente, Nigel Barley, p.58
Los que acusan a los europeos de paternalismo no son conscientes de la tradición que tienen las relaciones entre ricos y pobres en gran parte de Africa. El hombre que trabaja para ti no es tan sólo un empleado; tú eres su patrón. Es una relación sin límite. Si su esposa está enferma, el problema es tuyo en la misma medida que de él, y de ti se espera que hagas todo lo que esté en tu mano para que se cure. Si decides tirar algo, debes ofrecérselo a él primero; dárselo a otro sería una imperdonable incorrección. Resulta prácticamente imposible trazar la divisoria entre lo que es asunto tuyo y lo que es su vida privada. El europeo desprevenido se encontrará atrapado en la gran variedad de obligaciones consustanciales al parentesco lejano, a no ser que tenga mucha suerte. Cuando un empleado te llama «padre» es que se avecina peligro. Sin duda a ello seguirá una historia sobre una dote no pagada o unas cabezas de ganado muertas y se considerará una auténtica traición que no te hagas cargo de parte del problema. La línea que separa lo mÍo» de do tuyo» está sujeta a una constante renegociación y los dowayos son tan expertos como cualquiera en el arte de sacar todo el provecho que pueden de su vinculación con un hombre rico. El hecho de no darse cuenta de que la relación es contemplada desde distintos ángulos por cada una de las partes ha sido origen de muchos roces. Los occidentales se quejan continuamente de la “cara dura» o la «desfachatez” que demuestran sus trabajadores (ahora ya no se llaman «mozos» ni «criados») al esperar que los que les dan empleo los cuiden también y estén siempre dispuestos a sacarlos de apuros. Al principio, yo me sulfuraba mucho en las ocasiones como la que se me presentaba en ese momento. Parecía imposible hacer nada espontáneamente o ir a ningún sitio sin cargar con el enorme peso de las numerosas obligaciones. Una vez en la ciudad, todavía resultaba más irritante descubrir que las personas a quienes uno había llevado en el coche se molestarían sobremanera de no facilitarles de inmediato fondos para financiar su estancia. Yo los había llevado a aquel extraño lugar; que los abandonara allí era impensable.

SEXO


El antropólogo inocente, Nigel Barley, p. 97
El objeto de mi estudio es un pueblo sexualmente activo desde una edad relativamente temprana. Puesto que no saben qué edad tienen, hay que calcularlo a ojo y parece que inician la exploración hacia los ocho años. La actividad sexual no es desaconsejada, pero la promiscuidad desenfrenada no está bien vista. Aunque se permite que un chico pase la noche con una chica en su choza, se espera que la madre esté al tanto. Las relaciones sexuales empeoran con la pubertad. El embarazo prematrimonial no constituye deshonra, al contrario, se considera una prueba de que la muchacha es fértil; sin embargo, la menstruación es causa de imbecilidad si un hombre entra en contacto con ella. La circuncisión añade nuevas complicaciones. Ésta puede realizarse a cualquier edad entre los diez y los veinte años, sometiendo simultáneamente a dicha operación a todos los jóvenes de la localidad. Un hombre puede casarse e incluso tener hijos antes de ser circuncidado; se conocen casos de padres que son circuncidados al mismo tiempo que sus hijos, aunque no es frecuente. Sin embargo, los hombres no circuncidados tienen un aura de femineidad. Se les acusa de emitir el hedor de las mujeres como consecuencia de la suciedad de sus prepucios, no se les permite participar en los actos sólo para hombres y son enterrados con las mujeres. Pero lo peor de todo es que no pueden jurar por sus cuchillos. El juramento más fuerte que se puede pronunciar en el país Dowayo es Dang mi gere, «Mirad mi cuchillo». Hace referencia al cuchillo de la circuncisión, un potente objeto que sirve para matar brujas y desde luego mataría a cualquier mujer. Si un hombre dirige tal juramento a una mujer es que está muy enfadado y seguramente le va a dar una paliza. Los hombres no circuncidados que lo utilizan son blanco de despiadadas burlas y si persisten en ello se les golpea; cuando lo usaba yo se mondaban de risa.

LOS DOWAYO

El antropólogo inocente, Nigel Barley, p. 77
La tierra es gratuita en el país Dowayo. Cada cual puede coger la que quiera y construirse una casa donde guste. N o obstante, esa política no produce excedentes agrícolas. Todos cultivan lo mínimo posible. Limpiar la tierra y cosechar son ya tareas bastante duras. Pero lo peor es lo que hay que cavar a mitad del período de crecimiento. A fin de aliviar el tedio de este proceso se celebran grandes fiestas de la cerveza en las que los trabajadores permanecen mientras queda qué beber; luego se van ·a otra fiesta y se llevan al anfitrión. De esta forma, el trabajo se ve interrumpido por tandas de borracheras en sociedad. Aunque el mijo alcanza un precio elevado en las ciudades, a los dowayos no les atrae vender allí, pues el mercado está controlado por los comerciantes fulani, que esperan obtener ganancias de entorno a un cien o doscientos por cien en todo lo que tocan. Puesto que también controlan el transporte, la remuneración que recibiría un campesino dowayo sería muy pequeña, por eso prefieren cultivar lo justo para su consumo y para atender sus obligaciones familiares si hay alguna celebración en perspectiva. Por lo demás, los márgenes son reducidos, y si llueve menos de lo que se espera antes de la cosecha, es posible que haya incluso escasez. Tratar de comprar algo en el país Dowayo es intentar nadar a contracorriente. Aunque no les resultaba rentable, los franceses introdujeron deliberadamente los impuestos para obligar a los dowayos a emplear el dinero. Sin embargo, siguen prefiriendo el trueque y acumulan deudas que se saldan matando una res en vez de con dinero." Si me hubieran dado mijo, yo habría tenido que pagar con carne o con mijo comprado en la ciudad.

PABLO DE VALLADOLID


El colgajo, Philippe Lançon, p. 371
La exposición seguía la evolución del pintor, desde sus maestros a sus herederos. Cuanto más avanzaba, más vida me conferían los retratos, bien porque ya los había visto, bien porque había soñado con verlos, bien porque un día iba a volver a verlos y de este modo se disolverían a la vez el tiempo y el dolor. Representaban muertos que me transmitían su vida. De los bufones del Prado que rodean a Las Meninas, solo Pablo de Valladolid había hecho el viaje. Vestido como un gentilhombre del que está interpretando el papel, aparece como un actor sobre un escenario desierto, como un toro en el ruedo, como en el vacío. De él dijo Manet: «El fondo desaparece. Es aire lo que rodea al personaje, vestido todo él de negro y lleno de vida.» Su brazo derecho, que extiende hacia abajo, señala un punto exterior al cuadro. Tiene la mano izquierda recogida en el pecho, en un gesto noble que parece el presagio de un discurso. El espacio queda definido por sus gestos y nada más. Su mirada directa, oscura, luce una expresión indeterminada. Manet tenía razón: yo podía respirar el aire que él desplazaba y que, desde la meseta castellana, venía a sustituir aquel otro que tantas veces me había faltado. Entré en el cuadro a través del cuerpo del bufón y cuando salí me encontraba en el Prado, veinte años antes, en una época en la que la tristeza no estaba justificada por el acontecimiento. Me condujo por las calles frías del invierno madrileño hasta el parque de El Retiro, que iba a cerrar pronto las puertas. A través del cuerpo de Pablo de Valladolid sentí por primera vez no ya el recuerdo, sino la presencia de un hombre que yo había sido. El paciente era el bufón del monarca ejecutado el 7 de enero y el monarca del bufón que había sido hasta esa misma fecha. Aquel bufón callado y robusto me decía ahora que las cartas habían vuelto a la baraja. Tenía que interpretar mi papel, reírme de él, fabricar el aire que me rodeaba.

DEL DOLOR


El colgajo, Philippe Lançon, p.257
Juan me manda un texto de Nietzsche, «Sabiduría en el doIor”: «En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer: se cuenta, igual que este, entre las fuerzas de primer rango conservadoras de la especie. Si no fuese una de ellas, el dolor habría perecido hace largo tiempo; que duela no es un argumento contra él, es su esencia. Oigo en el dolor la voz de mando del capitán del barco: "¡Arriad las velas!" El intrépido navegante "hombre" tiene que haberse ejercitado en recoger velas de mil maneras, pues de lo contrario se extinguiría demasiado deprisa, y el océano se lo tragaría demasiado pronto. Tenemos que saber vivir también con energía reducida: tan pronto el dolor emite su señal de seguridad, ha llegado el momento de reducir la energía, pues se acerca algún gran peligro, una tormenta, y haremos bien en "hinchar las velas" lo menos posible. Es verdad que hay personas que cuando se acerca el gran dolor oyen justo la voz de mando opuesta, y que nunca tienen una mirada más orgullosa, belicosa y feliz que cuando se levanta tormenta; es más, ¡el dolor mismo les da sus momentos más sublimes! Son las personas heroicas, las grandes traedoras de dolor del género humano: aquellas pocas o excepcionales personas que necesitan la misma apología que el dolor como tal, ¡y, en verdad, no se les debe negar! Son fuerzas de primer rango conservadoras de la especie, fomentadoras del desarrollo de la especie: aunque solo sea porque se oponen a la comodidad y no ocultan su repugnancia por esa especie de felicidad.» Le contesto: «Como de costumbre, Nietzsche da fuerza a los que ya la tienen.»

INCIPIT 949. UNA NIÑA ESTA PERDIDA EN EL SIGLO XX / GM TAVARES


LA CARA
Imposible no fijarse en aquella cara. La tan característica cara redonda, ojos y mofletes enormes. Una muchacha- ¿o un muchacho? A Marius le costó distinguirlo. A primera vista parecía una niña, sin duda-¿cuántos años, quince, dieciséis?-, pero después, visto/vista con más atención, se diría que era un muchacho, pero no. Una muchacha.
En las manos sostenía una pequeña cartulina. Marius se olvidó de las prisas y se acercó. Ella sonrió y le puso la cartulina en las manos. Estaba dactilografiada.
«DAR LOS DATOS PERSONALES
1 - Decir el nombre de pila
2 - Decir si es chico o chica
3 -Decir el nombre completo
4- Decir el nombre de los padres y hermanos
5 - Decir el domicilio
6 - Decir a qué escuela va
7 - Decir la edad

INCIPIT 948. TECNICAS DE ILUMINACION / ELOY TIZON


FOTOSÍNTESIS
(Acompañando a Robert Walser)
UNO CAMINA Y CAMINA. Camina a la sombra. Camina al sol. No deja de caminar nunca, despacio o rápido dependiendo de los días. Da vueltas en círculo. Se empapa con la lluvia y se seca con la luz. ¿Por qué caminar tanto? No hay respuesta. No hay tiempo para analizarlo. Se trata de caminar, sin más. Y se camina. Adelante, siempre adelante. Por gusto, por hartazgo, por necesidad. A través de puentes y espesuras y concavidades y encrucijadas y lunes. Se atraviesan bosques, conventos. Se empujan masas de aire con las piernas. Se desplazan bolas de humo. Se cruzan ríos parecidos a locomotoras. Se tarda un mar o dos en llegar. Cuando por fin se alcanza un destino, nada más amanecer allí, sin tiempo para descansar ni refrescarse la nuca, se emprende el camino de regreso. No hay necesidad de asentarse. La tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso.

INCIPIT 947. EL COLGAJO / PHILIPPE LANÇON


l. NOCHE DE REYES
La víspera del atentado fui al teatro con Nina. Fuimos al Théatre des Quartiers d'Ivry, en las afueras de París, a ver Noche de Reyes, una obra de Shakespeare que no había leído o de la que no me acordaba. El director escénico era amigo de Nina. Yo no lo conocía e ignoraba por completo su trabajo. Nina había insistido para que la acompañara. Estaba feliz de mediar entre dos personas que le caían bien, un director de escena y un periodista. Fui con las manos en los bolsillos y el ánimo sereno. No había ningún artículo previsto, lo cual es siempre la mejor manera de terminar escribiendo uno, cuando se hace por entusiasmo y en cierto modo de improviso. En esos casos, el joven que en su día iba al teatro coincide con el periodista en que se ha convertido. Después de un momento más o menos largo de vacilación, timidez y aproximación, el primero contagia al segundo su espontaneidad, su incertidumbre y su virginidad, y abandona la sala para que el otro, bolígrafo en mano, pueda retomar su actividad y, desgraciadamente, su seriedad.
No soy ningún especialista en teatro, aunque siempre me ha gustado ir. Nunca he pasado en él cinco o seis noches a la semana, y no me considero un crítico de verdad. Antes que nada fu¡ reportero. Me convertí en crítico por casualidad, y lo seguí siendo por costumbre y tal vez por dejadez. La crítica me ha permitido pensar -o tratar de pensar- en lo que veía y darle una forma efímera poniéndolo por escrito.

ENTRE LOS MUERTOS


El colgajo, Philippe Lançon, p. 68
Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba la barriga del otro, cuyos dedos rozaban el rostro del tercero, que a su vez se inclinaba hacia la cadera del cuarto, que parecía mirar al techo, y todos, como nunca y para siempre, se convirtieron en esta disposición en mis compañeros. Podría haber sido una figura de una danza macabra, como aquella que desde hacía veinte años iba a ver de tarde en tarde a la iglesia de La Ferté-Loupiere, de camino a la casa de mis abuelos en la región de Nivernais, o una guirnalda de personajes recortados en papel por un niño, una especie de corro bajo arresto, o un descendimiento de la Cruz hecho en horizontal, o incluso una versión inédita y negra de La danza de Matisse. Yo era uno de ellos, pero no estaba muerto, y, en los minutos posteriores a la marcha de los asesinos, no los vi de esta manera, porque no los vi en absoluto. Mi campo de visión había quedado reducido al vacío que nacía del acontecimiento y de mi propia inmovilidad, o, para ser más exactos, de mi suspensión. Aún no había colgado la palabra «asesino» de la silueta que había entrevisto e ignoraba si había venido sola o acompañada. Y o no era consciente del atentado, pero él se había puesto sus anteojeras y se labraba ya el camino hacia los desastres solitarios de la infancia: en ese instante, estaba solo en medio de los demás y no tenía más que cinco o siete años.
La sala de redacción fue en primer lugar ese plano fijo de una película opaca y misteriosa, todavía no trágica, ni realmente empezada ni realmente terminada, una película en la que yo actuaba sin haberlo querido, sin saber qué ni cómo interpretar, sin saber si hacía el papel principal, de doble o de figurante. La escena de repente improvisada flotaba en los escombros de nuestras propias vidas, pero no era la mano de un proyeccionista quien lo había detenido todo: eran unos hombres armados, eran sus balas; era lo que nosotros, los profesionales de la imaginación agresiva, no habíamos imaginado, porque algo así era simplemente inimaginable, al menos en la realidad. La muerte inesperada; el elefante metódico en la cacharrería; el huracán breve y frío; la nada.

CHARLIE-HEBDO


El colgajo, Philippe Lançon, p. 17
 Mi cuerpo estaba tendido en el estrecho paso que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la mesa, cerca del cuerpo de Bernard, dos piernas negras y el extremo de un fusil que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la desaparición. Aún me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido, lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al acercarse, no juzgara necesario rematarme. De repente sentí su presencia casi encima de mí y cerré los ojos, volví a abrirlos enseguida, como si, para verle algunas partes del cuerpo y asistir a la continuación de la historia, estuviera dispuesto a correr el riesgo de experimentar el fin de la misma: no pude evitarlo. Allí estaba, como un toro que olfatea al torero inmóvil al que acaba de dar una cornada, las piernas negras, el fusil apuntando como unos cuernos hacia el suelo, preguntándose quizá si había que-insistir o no. Lo oía respirar, flotar, tal vez dudar, me sentía vivo y casi ya muerto, lo uno y lo otro, lo uno en lo otro, atrapado en su mirada y en su aliento; luego se alejó lentamente, atraído por otros cuerpos, por otros capotes, por otras cosas, en realidad hacia la salida, como supe mucho más tarde, porque todo duró apenas algo más de dos minutos. Y luego se hizo el silencio. La paz se adueñó de la pequeña sala, ahuyentando poco a poco la amenaza de una prolongación o de un regreso de los asesinos. Ya no me movía, apenas si respiraba. La bruma se iba disipando. N o sentía nada, no veía nada, no oía nada. El silencio fabricaba el tiempo y, entre los heridos y los muertos, las primeras formas de la vida después de la muerte.

NOCHE DE REYES


El colgajo, Philippe lançon, p. 17
Después de que el barco en el que viajaban haya naufragado, unos hermanos gemelos, Viola y Sebastián, llegan por separado a una costa desconocida. Ambos creen que el otro ha muerto. Son huérfanos solitarios, supervivientes. Viola se disfraza de hombre y se hace llamar Cesado. Se convierte en paje e intermediario amoroso del duque del lugar, Orsino, del que no tarda en quedarse prendada. Sin embargo, debe defender la causa de Orsino ante Olivia, que la toma por un hombre y se enamora de ella. Durante este tiempo, después de varias peripecias, Sebastián llega a la corte. Olivia lo confunde con su hermana Viola y también se enamora de él. El amor es el juguete de las apariencias y los géneros, como se dice hoy, sobre un fondo maquiavélico y puritano encarnado por el intendente de Olivia, Malvolio. Maquiavélico y puritano, dos atributos que son tal para cual: quien quiere castigar a los hombres por sus placeres y sentimientos en nombre del bien que cree defender, en nombre de un dios, se cree con derecho a hacer todo el mal que esté en sus manos para conseguirlo. Malvolio lo quiere todo, lo toma todo y al final es víctima de todo. El happy end que nos brinda Shakespeare no es más que un sueño, todo lo anterior lo desmiente. Todo es magia, todo es absurdo, todo son sentimientos y vuelcos inesperados. La moraleja la pronuncia un bufón.

PAREJAS


Fin, KO Knausgard, p. 822
No, no la despreciaba, en eso Linda se equivocaba. Pero me exigía muchísimo más que ningún otro ser humano me había exigido jamás, y ella no era consciente de ello. Algunas veces me resultaba tan provocador que me dejaba en un estado de ánimo parecido a la locura. Me enfadaba tanto que no existía nada más y no podía desahogarme, lo guardaba dentro de mi, y lo que entonces irradiaba, cuando la ira se me metía en el cuerpo, cuando mis movimientos estaban cargados de ira, podía, claro está, confundirse con desprecio. No, era desprecio. En ese momento lo era, pero el momento pasaba, y entonces esperaba otra cosa. ¿Era eso lo verdadero? ¿En realidad estábamos muy bien? La amaba, ¿era eso lo verdadero? No, joder, todo cambiaba y oscilaba hacia delante y hacia atrás, una cosa no era más verdadera que la otra. Estábamos bien y estábamos horriblemente mal, yo la amaba y no la amaba.
La noche antes de nuestra boda le pedí que fregara el suelo de la cocina. Para entonces yo había fregado cada uno de los restantes ciento treinta metros cuadrados de la casa. De rodillas, con el trapo en la mano, ella levantó la cabeza y me miró diciendo que eso no era como debía ser, que ella tuviera que fregar el suelo de la cocina la víspera de su boda. Nadie habría aceptado algo así, dijo. Me parece injusto, dijo. Yo dije que era nuestro suelo y que éramos nosotros los que teníamos que fregarlo, con o sin boda. No mencioné que era la segunda vez que ella fregaba un suelo en el transcurso de los cinco años que llevábamos juntos. Si lo hubiera dicho, ella se habría cabreado, diciendo que ella hada todo lo demás, que ella era la que mantenía la familia unida, y que ella hacía más que ninguna otra persona que conocía. Entonces yo habría dicho que ella vivía en una mentira, y así habríamos seguido, de manera que no dije nada. Al día siguiente le di el si, y ella a mí, y nos miramos con lágrimas en los ojos.

DEL HOLOCAUSTO


Fin, KO Knusgard, p. 715
Los campesinos polacos no habían entendido lo que ocurrió ni lo que implicaba. La cuestión es si lo entendemos nosotros. Porque no fueron sólo los humildes campesinos polacos los que con su antisemitismo ignorante exterminaron a los judíos. Fueron los alemanes de Berlín, Múnich, Dresde, Frankfurt, las grandes metrópolis europeas, una sociedad prominente y en todos los sentidos ilustrada, en primera fila en lo tecnológico y en lo cultural, también en la generación de Hitler, que es sólo tres generaciones anterior a la nuestra. Podemos decir que el círculo que entonces dirigía Alemania lo componían unos bárbaros, brutales y crueles criminales, y lo eran, pero se trataba de un puñado de personas contra los sesenta millones del país, que se mantenían en el poder porque expresaban lo que la gente quería, eran sus representantes. Pero también limitarlo a Alemania y decir que la causa fue la decadencia de lo alemán es facilitárnoslo demasiado a nosotros. Como ya he mencionado, fueron policías noruegos, no alemanes, los que identificaron, localizaron, reunieron y enviaron a los hombres, mujeres y niños noruegos que acabaron convertidos en cenizas en Auschwitz. Y los hombres, mujeres y niños que se convirtieron en cenizas tenían vecinos, conocidos, colegas, amigos que miraban hacia otra Parte, veían algo distinto, algo que no existía. Ocurrió así en Noruega, ocurrió así en Alemania, ocurrió así en todo el continente. No existía o casi no existía. Nadie sabia lo que estaba pasando. Nadie lo veía. Casi no sucedía. Y luego se acabó. Entonces vimos que lo que había ocurrido no era casi nada, sino lo contrario, algo tan extremo e inmenso que nunca había ocurrido nada parecido a esa escala.
¿Cómo vamos a entenderlo? ¿Que mientras sucede no es casi nada,  que ocurre sin nombres y sin notarse, que los que lo ven no saben lo que están viendo, mientras que luego, cuando ya no existía, se ha entendido corno un punto final de lo humano, nuestra última frontera, algo que nunca jamás tiene que repetirse? ¿Cómo es posible que un único suceso dé origen a dos perspectivas tan distintas? ¿Y cómo podemos saber que no debemos repetirlo nunca jamás si ni siquiera sabíamos lo que estaba ocurriendo mientras ocurría? ¿Por qué no se vio hasta que hubo terminado, cuando ya no había nada que ver? Para entonces todas las personas estaban muertas, todos los barracones y todos los hornos destruidos, se habían plantado árboles y eliminado las huellas. Seguimos sin saber quiénes murieron. Perdieron sus nombres y no los han recuperado, se convirtieron en números y siguen siendo números, seis millones. Yo no sé el nombre de una sola persona exterminada en Chelmno, primero gaseada en un camión, luego quemada hasta convertirse en cenizas en un horno y esparcida por aquel río de allí, mientras que las partes que no se quemaron -los huesos más grandes fueron triturados, convertidos en harina de huesos y también esparcidos por el río, sólo conocemos el número, cuatrocientos mil. Tampoco conozco el nombre de ninguno de los que fueron gaseados y quemados en Treblinka, sólo el número, novecientos mil.

SHOAH


Fin, KO Knausgard, p. 712
El exterminio judío tuvo lugar fuera del lenguaje, no fue denominado, fue un suceso mudo, y los propios judíos también estaban fuera del lenguaje, desterrados en sus cuerpos, en «eso”, la nada de lo innominado, que también acabó por ser aniquilada. Una de las escenas más significativas de Shoah es la entrevista con Czeslaw Borowi, que durante la guerra vivía aliado de la estación de ferrocarril de Treblínka, por aquel entonces un joven que todos los días veía llegar trenes repletos de judíos, los veía esperar su turno, poco a poco completamente consciente de lo que estaba ocurriendo a sólo unos cientos de metros de allí. En medio de la descripción de lo que veía se pone de repente a imitar las voces de los judíos de los abarrotados vagones. Ra ra ra ra, dice. Ra rara ra. Parecen sonidos como de un animal o un pájaro. Para él era su lenguaje.
Richard Glazar, que iba en uno de los trenes, en un vagón de pasajeros normal, con asientos, como si fuera de vacaciones, cuenta que  después de la estación de Treblinka el tren iba despacio, a paso de tortuga a través del bosque, era verano y hacía calor, y vieron a un joven que les hacía señas. El joven se pasó la mano rápidamente por la garganta, como señalando que los iban a degollar. Glazar no entendió el gesto. Dos horas después todos sus compañeros de viaje se habían convertido en cenizas. Él se salvó, ellos necesitaban fuerza de trabajo y Glazar sobrevivió.
También Czeslaw Borowi hace ese gesto cuando es entrevistado, se pasa la mano rápidamente por la garganta, y dos hermanos que vivían en una granja aliado del campo, y que escuchaban los gritos de horror y notaban el olor a cadáveres podridos y quemados todos los días mientras araban la tierra y cuidaban de sus animales -el olor se percibía a una distancia de varios kilómetros-, también hicieron el mismo gesto varias veces seguidas. Uno de esos hermanos es el que se lo habría hecho a Glazar. Ese gesto, aunque no directamente sádico, al menos lleno de regodeo, era la única comunicación que existía entre ellos y los judíos. Rara ra era el lenguaje de los judíos dirigido a ellos, el corte de la garganta era el lenguaje de ellos a los judíos. Lo que se pone de manifiesto en esta escena es que los entrevistados no son conscientes de lo que revelan. Son obviamente antisemitas, y aunque se encuentran entre los pocos que han sido testigos del exterminio, no saben lo que implica, no hay perspectiva de la dimensión de la catástrofe humana. Resulta doloroso ver cómo revelan su infinita falta de juicio, porque sólo pueden hacerlo en su inocencia. No saben.

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