REGRESO
A finales de junio o comienzos de
julio de 1945, tras nueve años de ausencia, fui uno de los primeros emigrantes
en regresar a Alemania. Acababa de cumplir treinta años. El último año de la guerra lo había pasado en Suiza. No fue
fácil, pero había tenido algo de ich1ico en comparación con lo anteriormente
vivido. Los aliados habían cerrado las fronteras tras la capitulación alemana e
indicado a los estados limítrofes que no dejaran pasar a nadie a Alemania, para
no dificultar la caza de criminales de guerra. Yo no podía atenerme a esas
disposiciones. Tenía que cumplir encargos de mi organización, que coincidían
del todo con mi impaciencia por volver a ver Alemania. Cambiar de país sin
disponer de pasaporte se había vuelto una costumbre, y no sólo para mí. A
doscientos metros de la frontera, que reconocí por un mojón, me esperaba un
teniente francés con dos soldados y un jeep. Me llevaron al interior del país.
Yo tenía una libreta militar francesa y un carné de refugiado suizo. En la
primera ciudad el teniente ordenó a las autoridades que me dieran papeles y
cartillas de racionamiento.
Todo el mundo sabe que, cuanto
mayor se hace uno, más rápido pasan los años. Yo estaba dejando atrás una
eternidad de nueve años. En ese tiempo había hecho escala hasta en veinte
países -sería la expresión correcta, ya que en varios de esos países sólo
estuve unos días, pero en el fondo no asimilé ninguno, ni siquiera aquellos en
los que permanecí más tiempo.
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