Llevo tomando antidepresivos, no
sé, un año ya, y supongo que me siento bastante cualificado para explicar cómo
son. Están bien, de verdad, pero están bien igual que, por ejemplo, estaría
bien vivir en otro planeta que fuera cálido y cómodo y tuviera comida y agua
fresca: no es un mal sitio para vivir, pero tampoco es la Tierra de toda la
vida, obviamente. Yo ya hace casi un año que no estoy en la Tierra, porque en
la Tierra las cosas no me iban muy bien. Me van un poco mejor en el sitio donde
estoy ahora, en el planeta Trilafon, y supongo que es una buena noticia para
todos los implicados.
Los antidepresivos me los recetó
un médico muy amable llamado doctor Kablumbus en un hospital al que me mandaron
poco después de un accidente en verdad bastante ridículo, relacionado con unos
cuantos aparatos eléctricos dentro de la bañera, del que realmente prefiero no
hablar mucho. Como resultado de aquel incidente tan tonto tuve que ir al
hospital para que me dieran asistencia médica y tratamiento, y dos días después
me trasladaron a otra planta del hospital, una planta más alta y más blanca,
donde estaban el doctor Kablumbus y sus colegas. Se otorgó cierta consideración
a la posibilidad de aplicarme TEC, que son las siglas de «terapia
electroconvulsiva», pero a veces la TEC te borra partes de la memoria —pequeños
detalles como, por ejemplo, tu nombre y dónde vives—, y en otros sentidos
también da bastante miedo, así que decidimos —mis padres y yo— no emplearla.
New Hampshire, que es el estado donde vivo, tiene una ley que dice que la TEC
no se puede administrar sin el conocimiento y el consentimiento del paciente. A
mí me parece una ley estupenda. De forma que me recetaron antidepresivos; me
los recetó el doctor Kablumbus, que se puede decir de verdad que solo piensa en
mi bien.
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