DF Wallace portátil, p. 460-461
Desde mi sitio veo también el
combate entre boxeadores de diez años, una pelea salvaje entre dos niños diminutos
cuyas protecciones hacen que sus cabezas parezcan demasiado grandes para sus
cuerpos. Ninguno de ellos muestra interés alguno por la defensa. Las puntas de
sus zapatos se tocan mientras ellos se enzarzan, golpeándose a capricho. Sus
siniestros papás mastican chicle en las esquinas. A uno de los niños se le cae
todo el tiempo la protección bucal. El público del combate de los dieciséis
años estalla en vítores cuando el patán de Hall acierta a Sullivano con un
gancho que lo hace caer de culo. Sullivano se levanta animosamente pero le
tiemblan las rodillas y no se atreve a dar la cara al árbitro. Hall levanta los
brazos y mira al público, revelando la ausencia de un incisivo. Las chicas delatan
su formación como animadoras aplaudiendo y dando botes de forma sincronizada.
Hall agita los guantes por encima de la cabeza cuando varias chicas gritan su
nombre, y uno lo puede notar en los iones del aire: Darrell Hall se va a
acostar con una chica antes de que la noche se acabe .
El termómetro digital que el dios
Ronald tiene en su enorme mano izquierda dice que la temperatura es de 34 C y
son las 18.15 h. Detrás de él nubes enormes y ominosas parecidas a cucharadas
de helado de café con leche se amontonan en el flanco oeste del cielo, pero el
sol sigue dominando en lo alto. Las sombras de la gente sobre la avenida se
vuelven alargadas. Hemos llegado a esa parte del día en que los niños sufren
crisis de llanto por culpa de lo que sus padres llaman ingenuamente
agotamiento. Las cigarras cantan en la hierba junto a la carpa. Los boxeadores
de diez años están literalmente codo con codo matándose a golpes. Es de esa
clase de palizas mutuas implacables que se ven en las películas de lucha. Ahora
su ring es el que tiene más público. La pelea va a ser imposible de puntuar.
Sin embargo, todo se termina en un momento del segundo descanso, cuando uno de
los niños, sentado en su taburete mientras su entrenador de brazos tatuados le
está susurrando algo, vomita de repente. De forma prodigiosa. Sin razón
aparente. Es surrealista. El vómito lo salpica todo. Los chicos y las chicas
del público gritan “iiiiaaaa”. Se pueden identificar diferentes alimentos
parcialmente digeridos de las casetas de comida: tal vez esa sea la razón
aparente. El boxeador indispuesto rompe a llorar. Su siniestro entrenador y el
árbitro lo limpian y lo ayudan a salir del ring, de forma bastante amable. Su
oponente levanta los brazos sin mucha convicción.
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