DF Wallace portátil, p. 215
EL NEÓN DE SIEMPRE
Toda la vida he sido un fraude.
No estoy exagerando. Casi todo lo que he hecho todo el tiempo es intentar crear
cierta imagen de mí mismo en los demás. La mayor parte del tiempo para caer bien
o para que me admiraran. Tal vez sea un poco más complicado que esto. Pero, si
uno lo piensa bien, se trataba de caer bien y de ser querido. Admirado,
aprobado, aplaudido, lo que sea. Ya me entienden. En la escuela me fue bien,
pero en el fondo mi motivación no era aprender ni mejorarme a mí mismo sino simplemente
que me fueran bien las cosas, sacar buenas notas y entrar en los equipos
deportivos y obtener buenos resultados. Tener un buen expediente académico e
insignias de victorias deportivas en mi chaqueta para enseñarle a la gente. No
me lo pasaba muy bien porque siempre tenía demasiado miedo de que no haría las
cosas lo bastante bien. El miedo me hacía esforzarme muchísimo, así que todo me
iba siempre bien y terminaba consiguiendo lo que quería. Pero en realidad, en
cuanto conseguía la mejor nota o ganaba el título deportivo de la ciudad o
conseguía que Angela Mead me dejara ponerle la mano en el pecho, no sentía
apenas nada más que tal vez miedo a no ser capaz de conseguirlo otra vez. La
siguiente vez o cuando quisiera alguna otra cosa. Recuerdo estar en la sala de
recreo en el sótano de Angela Mead en el sota y que ella me dejara meterle la
mano por debajo de la blusa y no ser capaz de sentir la suavidad viva o lo que
fuera de su pecho porque lo único a lo que yo me dedicaba era a pensar: “Ahora
soy el tipo al que Angela Mead le ha dejado tocarle las tetas”. Más tarde
aquello me pareció muy triste. Sucedió en los primeros años de secundaria. Ella
era una chica de buen corazón, callada, reservada y pensativa -ahora es
veterinaria y tiene consulta propia
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