Una tarde de verano, al volver de
una fiesta organizada por TuppeiWare donde la anfitriona había puesto quizá
demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Maas se enteró de que la habían
nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce lnverarity, un magnate
californiano de las inmobiliarias que cierta vez había perdido dos millones de
dólares en su tiempo libre pero cuyos restantes bienes eran aún lo bastante
numerosos y complicados como para que el trabajo de clasificarlos fuese algo
más que simbólico. Edipa se detuvo en la sala de estar y, bajo la atenta mirada
del ojo apagado y verdoso de la pantalla del televisor, invocó el nombre de
Dios y se esforzó por sentirse embriagada al máximo. No dio resultado. Pensó en
la habitación de cierto hotel de Mazatlán cuya puerta se había cerrado de
golpe, por lo visto definitivamente, despertando a doscientos pájaros que
dormitaban en el vestíbulo; en un amanecer en la cuesta de la biblioteca de la
Universidad de Cornell que nadie más había visto porque dicha cuesta daba a
poniente; en una melodía triste y sin adornos del cuarto movimiento del
Concierto para Orquesta de Bartók; en un busto encalado de Jay Gould que Pierce
tenía sobre la cama, en un anaquel tan estrecho que a ella siempre le asaltaba
el temor de que se les cayera encima. ¿Habría muerto así, pensó, sumido en
sueños, aplastado por la única escultura de la casa? Sólo se le ocurrió echarse
a reír, a carcajadas, con impotencia: qué morbosa eres, dijo para sí, o para la
habitación, que estaba al tanto.
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