El intocable, John Banville, p. 313
En tales ocasiones disimulaba mi
decepción lo mejor que podía. Sin embargo, trataba por todos los medios de mantenerse
al tanto, de parecer interesado e impresionado. Una vez había terminado, me
decía, por ejemplo:
-Lo que dijiste acerca de los
griegos que hicieron aquel cuadro.. , ese de un tipo con falda ... ya sabes, el
de ese fulano ... no recuerdo su nombre, estuvo muy bien; sí, me pareció muy
bueno.
Y fruncía el ceño, asintiendo
solemnemente con la cabeza, mientras se miraba las botas.
No me daba por vencido. Le di montones
de libros, incluyendo, no sin cierta timidez, La teoría del arte en el
Renacimiento, mi preferida entre las obras salidas de mi cálamo. Le recomendé
que leyera a Plutarco, Vasari, Pater, Roger Fry. Le regalé reproducciones de
cuadros de Poussin y de lngres para que las colgara en las paredes de la
recámara del dormitorio de Boy, que era su habitación particular. Le llevé a la
hora del almuerzo a escuchar a Myra Hess interpretando a Bach en la Nacional
Gallery. Soportó todas esas pejigueras con una especie de tolerancia
compungida, riéndose de sí mismo y de mí por mis falsas ilusiones y deseos
pueriles. Un domingo por la tarde fuimos al Instituto y, tras atravesar el
desierto edificio, descendimos al sótano, donde, con toda la solemnidad de un
sumo sacerdote iniciando a un efebo en los misterios del culto, desenvolví mi
Muerte de Séneca de su sudario de arpillera y .se lo mostré para que lo
admirara. Prolongado silencio, luego:
-¿Por qué enseña las tetas esa
mujer que está en el medio?
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