El intocable, John Banville, p. 215.216
Sin embargo, hoy estoy muy
nervioso. Van a limpiar y tasar La muerte de Séneca. ¿Cometo un error? Los
tasadores son muy fiables, muy discretos, me conocen bien; sin embargo, no
puedo evitar las dudas imprecisas que revolotean inquieras dentro de mí como
una bandada de estorninos al acercarse la noche. ¿Y si la limpieza daña el cuadro,
o de alguna otra forma me priva de él, mi último solaz? En Irlanda, cuando un
niño muestra despego hacia sus padres, decimos que se convierte en un extraño;
eso proviene de la creencia en que las hadas, seres celosos, cuando tienen
hijos débiles y poco agraciados, raptan a recién nacidos sanos y hermosos y dejan en su lugar a sus retoños. ¿Y
si cuando regrese mi cuadro descubro que se ha convertido en un extraño? ¿Y si
algún día, al levantar la vista de mi escritorio, descubro que me lo han cambiado?
Todavía está en la pared; no
puedo armarme de valor para descolgarlo. Me mira como lo hizo mi hijo, cuando
tenía seis años, el día en que le dije que íbamos a enviarlo a un internado. Es
una producción de los últimos años del arrisca, del período del magnífico
florecimiento tardío de su genio, de Las estaciones, de Apolo y Dafoe, y del
fragmento de Agar. Lo he fechado provisionalmente en 1642. Es inusual comparado
con las otras obras de su período final,
que en conjunto componen una meditación sinfónica sobre la grandeza y el poder
de la naturaleza en sus diferentes aspectos, mediante una transición del
paisaje a las escenas de interior, del mundo exterior al interior, de la vida
pública a la privada. En mi cuadro, la naturaleza está presente únicamente en
la apacible vista de colinas lejanas y bosques encuadrada por la ventana que hay encima del lecho del filósofo.
La luz que baña la escena tiene algo de sobrenatural, como si no fuese luz
diurna, sino algún otro resplandor, un resplandor paradisíaco. Aunque su rema es
trágico, el cuadro transmite una sensación de serenidad y sencilla grandeza que
resulta conmovedora, profundamente conmovedora. El efecto se logra mediante la
sutil y magistral combinación de colores, esos azules y dorados, y esos no
exactamente azules ni dorados, que conducen al ojo, por medio de los dos
esclavos y el oficial de la guardia, pesado como un caballo de batalla con sus correajes
y su yelmo, desde la pose marmórea de la figura del moribundo -convertido ya en
su propia efigie, por así decirlo- a la figura de la esposa del filósofo, luego
a la de la sirvienta, que prepara el baño en que aquél pronto se sumergirá, y,
finalmente, a la ventana y el vasto, tranquilo mundo que hay más allá, donde
espera la muerte.
Tengo miedo.
En la iamgen Et in Aracadia ego de Poussin
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