El inocente, John Banville, p. 372-373
Hoy en día todos denigran a los
años cincuenta, diciendo que fue una década sórdida; y tienen razón, si se
piensa en el maccartismo, Corea, la rebelión húngara, todos esos asuntos serios,
históricos. Sospecho, sin embargo, que la gente no se queja de los asuntos
públicos, sino de los privados. En mi opinión, su problema era muy sencillo: no
tuvieron una vida sexual intensa ni realmente satisfactoria. Ese torpe manoseo
luchando con las fajas y la ropa interior de lana, esas cópulas sombrías en los
asientos de atrás de los coches, esas quejas y lágrimas y silencios rencorosos,
mientras por la radio se cantaba con voz suave al amor eterno; ¡puf! ¡Qué
sordidez, qué desesperación más desasosegante! Lo mejor que podía esperarse era
un mezquino acuerdo marcado por el intercambio de unos anillos baratos, seguido
de una vida de satisfacciones egoístas por una parte y de prostitución mal
pagada por la otra. En cambio, ser homosexual -¡mis queridos amigos!- era
maravilloso. Los años cincuenta fueron la última gran época dorada de la
homosexualidad. Ahora sólo se habla de libertad y orgullo (¡orgullo!), pero
esos jóvenes exaltados con pantalones acampana~ dos de color rosa, que reclaman
el derecho a hacerlo en las calles si les apetece, no parecen apreciar, o, al
menos, se diría que quieren negar, las propiedades afrodisíacas del secreto y
el miedo. Por las noches, antes de salir a recorrer en busca de ligues los
urinarios públicos, me pasaba como una hora trasegando lingotazos de ginebra
para calmarme los nervios y armarme de valor para arrostrar los peligros con
los que iba a enfrentarme. La posibilidad de que me dieran una paliza, me robasen
o me contagiaran una enfermedad no era nada comparada con la perspectiva de ser
detenido y deshonrado públicamente. Y cuanto más alto ha subido uno en la sociedad,
más bajo caerá. Veía mentalmente imágenes que me hacían sudar: la verja de
Palacio cerrándose de golpe ante mí, o rodando por las escaleras del Instituto
mientras Porter, el portero -sí; al principio, tenía que aguantarme para no
soltar el trapo, a causa del juego de palabras-, se frotaba las manos en el
portal después de pegarme la patada en el trasero y se volvía con una sonrisa burlona.
Sin embargo, esos miedos endulzaban mis aventuras nocturnas y me causaban una
excitación que me dejaba la boca seca.
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