Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

DEMEROL

Viva, Patrick Deville
Mario pasa su brazo izquierdo sano por encima de su brazo derecho mecánico para mover la palanca de cambios, y me tiende, sin duda con un tercer brazo, un pequeño libro ilustrado de fotografías que acaba de publicar: Demerol sin fecha de caducidad. Han descubierto un cuarto de baño escondido en la casa azul de Frida, al echar abajo una pared. En 1955, un año después de la muerte de Frida y mientras la casa azul se convertía en santuario, en el Museo Casa Azul, Diego Rivera amontonó en ese cuarto de bañio, antes de tapiarlo, diversos objetos que consideraba que no debían ser expuestos. Luego Diego murió, en 1957, y el asunto fue olvidado. Allí se han encontrado montones de cajas llenas de correspondencia y fotografías, baúles y cientos de dibujos, faldas, una pierna artificial, un retrato de Stalin, una tortuga disecada, los corsés de cuero y de metal que Frida llevó tras su accidente de tranvía antes de terminar su vida en una silla de ruedas, así como una gran cantidad de envases de Demerol, para combatir los dolores, algunos llenos y otros ya empezados, de los que parece que ella hada al mismo tiempo gran consumo y gran provisión. Pasando las páginas del libro de Mario, me he acordado de que el Demerol es un producto que William Burroughs menciona en su novela Yonqui. Él lo utilizaba como sustituto de la heroína, y su absorción calmaba los violentos temblores en los raros periodos en que intentaba desengancharse. Producto calmante que sin duda echó en falta aquel día de septiembre de 1951, en el barrio de Roma, justo aliado del de La Condesa, al otro lado de la avenida Insurgentes, en el que jugando a  Guillermo Tell con una pistola se cargó a su mujer de un balazo en la cabeza.

El Demerol de Frida era siempre operativo, precisa Mario, pues en cada envase figura la etiqueta «Sin fecha de caducidad”, que él tomó para dar título a su libro. El Demerol de Frida todavía podría calmar nuestros dolores. Hablamos del amor imposible entre Frida y Trotski. Y, pasando de nuevo su brazo útil por encima del brazo mecánico para agarrar el freno, Mario estaciona delante de mi estudio en Hipódromo. Después de que me pareciera necesario, para leer a Trotski, atravesar Rusia y Siberia en tren, me pareció deseable saber con qué mojaba sus labios Lowry para escribir su «fantasmagoría mezcaler”, y emprendí la empresa de tragarme la lectura de las trescientas páginas de una obra de Rogelio Luna Zamora, La historia del tequila, de sus regiones y sus hombres. Lowry, que nunca supo mucho español, confundía el peyote y el agave, y supuso que en el fondo de su mezcal estaba la mescalina. Confusión que no cometen ni Burroughs, siempre metido en sus enciclopedias botánicas y de armas de fuego, ni Huxley, venido también a iluminarse en mexicolor para escribir Las puertas de la percepción, título que tomó prestado de unas palabras de William Blake, de las cuales sacará el poeta Jim Morrison el nombre de su banda de rock. We band of brothers

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