John Banville, El intocable, p. 345-346
En los años sesenta hice varios
viajes a Estados Unidos -para dar conferencias y asesoramiento-, e incluso, por
inverosímil que pueda parecer, di clases durante un semestre en una universidad
del Medio Oeste, donde por el día exponía ante una aula llena de alumnos, que
tomaban notas con fanática diligencia, los esplendores del arte francés del
siglo XVII, y por las noches salía a beber cerveza con esos mismos estudiantes,
ya relajados y dóciles cual perros. Recuerdo una memorable ocasión en el Rodeo
Saloon en que confraternicé con ellos hasta el punto de que decidí evocar mis
viejos tiempos de espectador de music-hall con Danny Perkins y, puesto de pie
encima de una mesa, canté Burlington Bertie con los ademanes apropiados, lo que
mereció la ruidosa, aunque sorprendida, admiración de mis estudiantes y de
media docena de vejestorios con botas vaqueras que estaban en la barra. Oh, sí,
señorita V., soy polifacético. Y no fue sólo el hombre americano el que se ganó
mi admiración (aunque admiré bastante a uno o dos de mis alumnos, sobre todo a
un joven futbolista de cutis melado, pelo rubio y extraordinarios ojos azul
celeste que me sorprendió, y creo que también a sí mismo, por la desmañada
intensidad de su ardor en el viejo sofá de cuero de mi despacho, encerrados
bajo llave, una húmeda tarde en que una gigantesca tormenta de verano estalló
estruendosamente en el campus y la lluvia caía con gran alboroto y repiqueteaba
en los listones de madera de las persianas bajadas), sino el propio sistema
americano, tan exigente, tan despiadado, tan desengañado en lo referente a la
innata violencia y venalidad del género humano, y al mismo tiempo tan denodada,
inagotablemente optimista. Cuanta más herejía, ya lo sé, más apostasía; pronto no
me quedará ninguna creencia, sólo un racimo de rechazos defendidos con uñas y
dientes.
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