El intocable, John Banville, p. 313-314
No sentía vergüenza de las cosas que
hacía y me estaban haciendo, no me embargaba la espantosa sensación de
transgresión que, hasta cierto punto, había esperado. Pero tampoco sentí
verdadero placer en aquella mí primera experiencia. En realidad, me sentí poco
más que un voluntario en un brutal y extraordinariamente enérgico experimento
médico. Espero que Danny me perdonará la comparación, pero es exacta, ésa es la
verdad. En posteriores encuentros me infligió tan exquisitos y dulces
tormentos, que habría llorado a sus pies pidiendo más –en particular, gozaba
sobremanera con una sensación de presión en la base de la lengua, una extátíca
y, hasta cierto punto, alarmante sensación de ahogo, que sólo Danny podía
producirme-, pero en aquella ocasión, mientras caían las bombas y millares de
personas morían a nuestro alrededor, yo era el insecto que había que disecar y
él el experto entomólogo.
Después -qué lástima, realmente,
que siempre renga que haber un después- Danny preparó té muy cargado y nos
sentamos a beberlo en la cocina; llevaba puesta mi chaqueta, cuyas mangas le venían demasiado largas, y yo iba envuelto
en la bata gris de Boy, avergonzado y ridículamente satisfecho de mí mismo; al
alba sonó el final de la alarma, y descendió sobre nosotros una especie de
silencio tintinean te, como si una enorme lucerna se hubiese estrellado en
alguna paree, muy cerca, y se hubiese roro en mil pedazos.
-Este ataque aéreo no ha estado
nada mal -dijo Danny-. No creo que después de esto haya quedado mucho en pie.
Me quedé de piedra. De hecho, no
sería exagerado decir que me sentía ofendido. Era la primera vez que hablaba
desde que dejamos el sofá, y lo único que se le ocurría era aquella horrible
banalidad. ¡Qué me importaba que el reino encero hubiera sido reducido a un
montón de escombros! Le observé con enfurruñada curiosidad y una creciente
sensación de resentimiento, esperando en vano que se diera cuenta de la
trascendencia de aquel momento. Es una reacción que, en años posteriores, iba a
ver a menudo en otros primerizos. Te miran y piensan: ¿Cómo puede estar ahí sentado,
tan tranquilo, tan indiferente, tan pendiente de las pequeñas tonterías de la
vida cotidiana, cuando acaba de ocurrirme una cosa tan asombrosa? Cuando he
obtenido mucho placer de ellos, o son muy guapos, o están casados y se muestran
ansiosos (escribo todo esto en tiempo presente, lo cual, como no puedo menos que
darme cuenta, resulta completamente inapropiado), trato de aparentar, por su
bien, que también siento que ha ocurrido algo importante y capaz de
transfigurarnos, después de lo cual ninguno de los dos volverá a ser el mismo.
Y es cierto, para ellos ha sido una revelación, una transformación, una luz
fulgurante que los ha derribado en el polvo del camino; para mí, sin embargo, ha
sido sólo un ...
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