Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

MEXICO

Viva, Patrick Deville, p. 82-83
Cave un hoyo. Meta una piña. No deje aflorar más que el copete de hojas picudas, como una roseta. Usted tiene a sus pies una especie de agave en versión bonsái. Puede retirar la piña. Eso no crecerá jamás. Era sólo para darle una idea del crecimiento del agave según Rogelio Luna Zamora: si eso fuera un agave azul, Tequilana Weber azul, al cabo de algunos años usted estaría contemplando sus hojas aceradas en contrapicado.
Se conocen decenas de especies de agaves, y los indios los llamaban «magueyes». Ellos sacaban de la planta una buena parte de su vida material y de sus bebidas alcoh6licas. Al igual que el cactus candelabro, el agave se ríe de los suelos pobres y pedregosos sobre los que nada más crece. Se le ve expandirse por las zonas áridas alrededor de Guadalajara, cuya etimología árabe muestra bien que este valle de piedras del estado de Jalisco, en torno a las ciudades de Amatitán, Tequila y el Arenal y sobre todo en la región de Los Altos, no es un paraíso. Sobre estos altiplanos desérticos, que forman los paisajes de los libros de Juan Rulfo, entre este polvo amarillo embebido de sangre de contrarrevolucionarios cristeros a principios de los años veinte, por estos pueblos fantasma donde balbucean los muertos en Pedro Páramo y El llano en llamas. En el aire azul y transparente, los huizaches retuercen sus delgadas ramas como bajo una tormenta. No se retoza con las ninfas de grandes senos blancos en los campos de agave, como se haría en medio de las vifi.as. Baco no los elegiría para sus siestas legendarias y priápicas. El agave pincha de veras, araña y desgarra. Los dioses de los indios no le tienen miedo a la sangre. De las largas hojas carnosas erizadas de puntas se sacan los clavos y las agujas de coser. Aplastadas de cierta manera dan una espuma con la que se hace jabón, y de otra manera, las fibras tipo sisal que se usan para tejer tapices y hamacas. Su tallo da para hacer navajas de afeitar, y su savia, una melaza, el aguamiel, y, por evaporaci6n, azúcar. Todo eso al aire libre y durante años, como si fuera un cajero automático colectivo puesto en medio del pueblo.

Pero lo más importante madura en la oscuridad. Cuando la planta por fin florece, muere. Ése es, según los botánicos, el banal destino de las plantas monocárpicas. Ésa era la buena voluntad de los dioses, según los indios: la floración anunciaba sus libaciones.

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