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Hacia las seis de la mañana del
15 de septiembre de 1 B40, próximo a zarpar, el Ville de Montereau despedía
grandes torbellinos de humo delante del muelle de Saint-Bernard.
La gente llegaba sin aliento; las
barricas, los cables, los cestos de ropa blanca dificultaban la circulación;
los marineros no contestaban a nadie; tropezaban unas con otras las personas;
los bultos subían por entre los dos tambores, y el bullicio se absorbía en el
ruido del vapor, que, escapándose por las tapaderas de hierro de las chimeneas,
todo lo envolvía en una nube blanquecina mientras la campana sonaba avante sin
cesar.
Por fin, el barco arrancó, y las
dos orillas, pobladas de tiendas, de canteros y de ¡¡¡bricas, desfilaron como
dos anchas cintas que se desenrollan.
Un joven de dieciocho años, de
pelo largo, que llevaba un áIbum debajo del brazo, estaba inmóvil cerca del
timón. A través de la bruma contemplaba campanarios y edificios, cuyo nombre ignoraba;después abrazó en una última
ojeada la isla de Saint Louis, la Cité, Notre-Dame, y muy pronto, al
desaparecer París, lanzó un suspiro prolongado.
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