La noche del dieciocho de febrero
de dos mil me acosté temprano y me dormí enseguida, pero a media noche me
desperté y ya no pude conciliar el sueño.
A las seis y diez, tapado hasta
la barbilla con el edredón, respiraba por la boca.
La casa estaba en silencio. No
había más ruidos que el de la lluvia batiendo contra la ventana, el que hacía mi madre en el piso de arriba
yendo y viniendo del dormitorio al cuarto de baño, y el del aire que entraba y
salía por mi tráquea.
No tardaría mi madre en venir a
despertarme para llevarme con los otros.
Encendí la lámpara con forma de
grillo que tenía en la mesita. La luz verde pintó un rincón de cuarto en el que se veía la mochila llena de
ropa, el chaquetón y un bolso con las botas y los esquís.
Entre los trece y los catorce
años di un estirón tremendo, como si me hubieran dado abono, y superé en altura
a todos los de mi edad.
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