Toda mudanza lleva consigo una
desgracia desesperada por salir. Nadie piensa nunca que desencadenará una
reacción inesperada que acarreará su ruina. Por eso, a lo largo de nuestra
existencia nos mudamos, poco conscientes del peligro que corremos, buscando la
mejor etapa de nuestra vida. No importa que el cambio de domicilio evolucione favorablemente.
La desgracia va dentro. De nada sirve que, en apariencia, todo vaya bien. El
cambio, desde los días del Génesis, le
llega al individuo siempre en lo mejor, cuando menos preparado se encuentra. El
momento álgido se verifica como el instante previo a la ruina. Siempre pasa lo que
sucede.
La vida me había empujado a una
docena de mudanzas, y en mayor o menor medida había participado en otras tantas
emprendidas por familiares y amigos, y siempre advertía: «Cuidado. La mudanza
es peligrosa». Conviene renunciar a las expectativas depositadas en las grandes
oportunidades que se abren con el cambio de domicilio. Cierto es que no había conocido mudanzas de las que se hubiesen
seguido grandes calamidades. Pero eso no tenía nada que ver. De hecho, que no
ocurriese nada era incluso peor, ya que eso aún aumentaba más las
probabilidades de que en la siguiente ocasión todo se hundiese.
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