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No lejos de Los Ángeles hay una
playa de arena gris en la que van a estrellarse las olas del Pacífico. El lugar se llama Venice.
Paralelamente al mar se extiende una avenida que bordean minúsculas casetas de
tablas policromadas que a menudo adornan ingenuos frescos de colores chillones,
en los que se venden salchichas calientes, bocadillos de carne y comidas vegetarianas. Entre el mar y la avenida hay
una franja de hormigón sobre la arena, y allí se han dispuesto gimnasios al
aire libre. Ante la mirada de los transeúntes los habituales juegan al
paddle-tennis, practican con la barra fija, golpean sacos de boxeo o se
deslizan sobre la dura superficie del hormigón con patines de ruedas.
Venice no es más que este
paralelo de arena y de espuma que contiene hormigón erizado de palmeras. El suelo
está sembrado de papeles grasientos, de vasos de cartón vacíos y de montones de arena que el viento ha empujado
hasta allí desde el mar. En los estadios en miniatura se ejercitan atletas, con
ceñidos y descoloridos pantalones de tela azul, desnudo el torso de músculos exageradamente
desarrollados por la incesante práctica de las pesas, cuyas enormes bolas de
hierro colado caen con un doble choque sordo, mientras pasa indiferente una
ristra de patinadores en medio del chirrido apagado de los cojinetes de bolas,
con el walkman fijo en el cinturón y los auriculares metidos en las orejas,
ritmando su deslizante carrera, para ellos solos, con la música que los aísla.
Octubre tocaba a su fin. Yo
andaba lentamente por la playa en medio de una bruma dorada de media tarde.
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