En la época de la dominación española y durante muchos años después, la ciudad de Sulaco - la exuberante belleza de sus naranjales da testimonio de su antigüedad- no había tenido nunca más importancia comercail que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local, bastante considerable, en pieles de buey y en añil. Los pesados galeones de altura usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempetuoso, solían yacer encalmados allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de clípers, avnzan con el mero aleteo de sus velas; de ahí que esos galeones hubieran sido ahuyentados de Saluco por las predominantes calmas de su vasto golfo.
Algunos puertos del mundo son de difícil acceso por sus traidores bajíos y arrecifes y por las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones del comercio en el augusto silencio del profundo Gólofo Plácido, en cuyo fondo quuedaba protegido, como dentro de un enorme templo circular al aire libre, abierto al océano, con sus muros del altas montañas envueltas por fúnebres crepones de nubes.
A un extremo de esta dilatada curva, en el litoral rectilíneo de la república de Costaguana, el último saliente de la sierra costera forma un cabo insignificante llamado Punta Mala. Esa lengua de tierra no es visible desde el centro del golfo; pero puede divisarse débilmente, como una sombra proyectada en el cielo, la mole de una escapada colina.