Estás tendido sobre una sábana, sobre una lámina de metal, o sobre un mármol. Te estoy viendo. Vuelvo a verte. Me he olvidado de ti mientras he estado charlando con el ruso en la cafetería, observando por detrás de la cristalera a los turistas que, a primera hora de la mañana, ocupan las sillas de la terraza y a los que, unos metros más allá, se tienden sobre la arena o chapotean en el agua. Él se ha tomado un par de whiskies. Yo me he pedido un té con hielo. No quiero beber tan temprano. Pero he mirado con ansiedad los dos vasos que el camarero le ha puesto delante. Si no hubiera sido porque es-taba con él, de haber venido solo, me habría encontrado a gusto en el amplio salón aún vacío (allí dentro estábamos los dos solos), mirando el mar, verdoso en la orilla y de un intenso cobalto en la franja que precede al horizonte, por la que ya se mueven las lanchas, los barcos de vela, los catamaranes. Traian, el ruso, se ha tomado los dos whiskies de dos tragos.
Primero un vaso, luego el segundo, sin dejar apenas tiempo entre un gesto y otro del brazo. Al poner en marcha el coche, he echado una mirada a la cafetería, pensando que podía regresar, y quedarme bajo el chorro de aire acondicionado, leyendo el periódico y mirando el mar, ahora sí, a solas, con un
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