Cuando leo al Nabokov crítico siempre llaga hasta mí la venturosa desesperación que siente al no poder transmitir al auditor o al lector la dicha lingüística, la felicidad literaria nativa característica de Mogol o de Pushkin, la sensación de que tales escritores están enterrados dentro de su lengua, y tan poderosamente agarrados a ella, con uñas y dientes, como el tejón en su guarida. Como si el esperanto –el verdadero- del mundo moderno: el inglés, gastado, apomazado, pulido, embotado y, por así decir, desodorizado a causa del frotamiento universal a que da lugar su uso intra, y más todavía extra fines, eliminara al mismo tiempo todos los sabores irreemplazables de la lengua aún con vigor. A lengua sin más terruño propio, literatura sin buqué, como lo demuestran a porfía las literaturas helenísticas: es la sensación experimentada más de una vez a lo largo de las páginas de tal o cual novelista anglófono, antillano, hindú o sudafricano. La sensación (que ningún texto, en otra lengua, me comunicaría tan espontáneamente) de que habrían podido ser –también- una traducción.
p.186
Un cálculo, incluso muy aproximado del número de horas que hemos empelado a lo largo de nuestra vida en la lectura, nos demuestra que en realidad hemos leído notablemente menos libros de los que creemos. No hemos tenido tiempo material de leer todos los libros que pensamos haber leído.
Pero los libros que hemos leído están muy lejos de ser los únicos elementos de nuestra cultura libresca. Cuentan también, a veces casi igual, aquéllos de los que hemos oído hablar, de una manera que nos hizo aguzar el oído (el oído interno), aquéllos de los que un pasaje citado aisladamente en otra parte despertó en nosotros unos ecos precisos, o cuya contigüidad con obras que ya conocíamos permitió el etiquetaje. Aquéllos de los que apenas conocemos sino el título y el sentido general, pero que, dibujados en lo profundo por las fronteras de los libros afines figuran, sin embrago, en nuestro repertorio libresco, como referencias utilizables.
Esa cultura acrecentada por encabalgamientos, por reproducciones y por contaminación es quizá la verdadera cultura libresca. El libro es contagioso. La masa de los libros ya conocidos confiere una semirrealidad manejable a los libros no leídos aún que ella rodea y hace presentir. Así, a partir de un cierto nivel adquirido, la cultura libresca, mientras la lectura sólo sigue una progresión aritmética, puede desarrollarse de manera casi exponencial por un método que tiene analogía con la solución de un puzzle, y que los políglotas experimentan prácticamente todos en la adquisición de nuevas lenguas. Para enriquecerse plenamente con la lectura, no es suficiente leer, hay que saber introducirse en la sociedad de los libros, que entonces nos hacen aprovechar todas sus relaciones, y nos las presentan poco a poco, hasta el infinito. Una prueba a contrario nos la proporciona el autodidacta de “La náusea”.
p.208
Pertinente –pero demasiado incidental- es la observación de Painter en su biografía de Proust sobre la ausencia total en “El tiempo recobrado” del clima de los Años locos, cuya eclosión Proust, frecuentador de Morand y Cocteau, del Ritz y d las velas del conde de Beaumont, conoció muy bien durante sus últimos años. A esta matinal en casa de la princesa de Guermantes, fiel sacerdotisa todavía de la música de Vinteuil, ni el tango, ni el ragtime, ni el dadá, ni el jazz negro asoman siquiera la punta de la nariz: son los Vigiliae morturoum del siglo XIX lo que celebran aquí las gentes de los círculos y salones aristocráticos, cuyo envejecimiento fulminante ha hecho unos zombies dentro de un clima de supervivencia asistida que hace pensar en el del film de Delvaux: “Una noche, un tren”. Esto tiene a confirmar la ineptitud del propio genio para anexar a su obra los signos precursores de los nuevos tiempos que desbordan el segmento temporal asignado, no a su vida, sino a su capacidad de transmutación artística. Al contrario que Moisés, el artista que sobrevive al período de conexión mediúmnica que le fue otorgado puede a veces, en sus últimos años, pisar la tierra prometida, nuca verla. En ese sentido Proust –así como Wagner vino a concluir con retraso el romanticismo- viene, no a anunciar el siglo XX, sino a cerrar ostensiblemente el XIX, haciendo chirriar la puerta tras de sí xon un ruido interminable y cavernoso.
p.209
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Un cálculo, incluso muy aproximado del número de horas que hemos empelado a lo largo de nuestra vida en la lectura, nos demuestra que en realidad hemos leído notablemente menos libros de los que creemos. No hemos tenido tiempo material de leer todos los libros que pensamos haber leído.
Pero los libros que hemos leído están muy lejos de ser los únicos elementos de nuestra cultura libresca. Cuentan también, a veces casi igual, aquéllos de los que hemos oído hablar, de una manera que nos hizo aguzar el oído (el oído interno), aquéllos de los que un pasaje citado aisladamente en otra parte despertó en nosotros unos ecos precisos, o cuya contigüidad con obras que ya conocíamos permitió el etiquetaje. Aquéllos de los que apenas conocemos sino el título y el sentido general, pero que, dibujados en lo profundo por las fronteras de los libros afines figuran, sin embrago, en nuestro repertorio libresco, como referencias utilizables.
Esa cultura acrecentada por encabalgamientos, por reproducciones y por contaminación es quizá la verdadera cultura libresca. El libro es contagioso. La masa de los libros ya conocidos confiere una semirrealidad manejable a los libros no leídos aún que ella rodea y hace presentir. Así, a partir de un cierto nivel adquirido, la cultura libresca, mientras la lectura sólo sigue una progresión aritmética, puede desarrollarse de manera casi exponencial por un método que tiene analogía con la solución de un puzzle, y que los políglotas experimentan prácticamente todos en la adquisición de nuevas lenguas. Para enriquecerse plenamente con la lectura, no es suficiente leer, hay que saber introducirse en la sociedad de los libros, que entonces nos hacen aprovechar todas sus relaciones, y nos las presentan poco a poco, hasta el infinito. Una prueba a contrario nos la proporciona el autodidacta de “La náusea”.
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Pertinente –pero demasiado incidental- es la observación de Painter en su biografía de Proust sobre la ausencia total en “El tiempo recobrado” del clima de los Años locos, cuya eclosión Proust, frecuentador de Morand y Cocteau, del Ritz y d las velas del conde de Beaumont, conoció muy bien durante sus últimos años. A esta matinal en casa de la princesa de Guermantes, fiel sacerdotisa todavía de la música de Vinteuil, ni el tango, ni el ragtime, ni el dadá, ni el jazz negro asoman siquiera la punta de la nariz: son los Vigiliae morturoum del siglo XIX lo que celebran aquí las gentes de los círculos y salones aristocráticos, cuyo envejecimiento fulminante ha hecho unos zombies dentro de un clima de supervivencia asistida que hace pensar en el del film de Delvaux: “Una noche, un tren”. Esto tiene a confirmar la ineptitud del propio genio para anexar a su obra los signos precursores de los nuevos tiempos que desbordan el segmento temporal asignado, no a su vida, sino a su capacidad de transmutación artística. Al contrario que Moisés, el artista que sobrevive al período de conexión mediúmnica que le fue otorgado puede a veces, en sus últimos años, pisar la tierra prometida, nuca verla. En ese sentido Proust –así como Wagner vino a concluir con retraso el romanticismo- viene, no a anunciar el siglo XX, sino a cerrar ostensiblemente el XIX, haciendo chirriar la puerta tras de sí xon un ruido interminable y cavernoso.
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1 comentario:
Lo de Proust es lógico en un hombre que miraba al pasado y que sólo usaba el presente como matiz para observar como se había deteriorado su tiempo de dicha.
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