Fue a fines de septiembre, cuando empezaba a insinuarse el letargo otoñal y las horas transcurrían ya má slentas y el tiempo parecía estancarse como el agua triste de las marismas de Tamoga.
"Un viajante", dijeron o pensaron sin demasiado interés todos aquellos (gente aburrida y ociosa) que a la caída de la tarde se reunían en la estación, al ver la enorme maleta y después al hombre bajo, cómicamente escorado, que trataba de arrastrala por el andén. "Un escarabajo pelotero", bromeó alguien del grupo, para reanimar la conversación mortecina. Lo miraron todavía unos instantes y nadie quiso molestarse en añadir otro comentario, todos ellos levemente desganados y nostálgicos, después de haber visto desvanecerse el tren en la lluvia interminable.
Aquel hombre, aquel forastero, tal vez no supo nunca por qué había elegido ese pueblo. O no lo eligió él en realidad: fue el azar. el destino, fue su buena o mala estrella, la fatalidad del momento.
Supimos luego que había citado en el pubelo a una mujer y que ella -joven todavía, casi hermosa, con aspecto de recién viuda- era su cuñada; supimos por cardona, el comisario, la historia de la huida, el disparatado episodio amoroso; supimos también (ella, la cuñada, se dejó confesar largamente por el comi-
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