MANIAC, Benjamín Labatut, p. 146
Hubo quienes nos quedamos en
silencio, incluso algunos rezaban mientras veíamos esa nube ominosa colgando
encima de nosotros, ascendiendo al cielo como un hongo de la muerte, con toda
esa radiactividad en su interior, brillando púrpura y extraterrestre, subiendo
más y más hacia la estratosfera, mientras un trueno terrorífico producto de la
onda de choque rebotaba a lo largo de las montañas y hacía eco una y otra vez,
una y otra vez, como si fuese el tañido de una campana anunciando el fin del
mundo.
Justo después de la prueba, una
carta comenzó a circular entre la comunidad de físicos. Era una petición para convencer
al presidente de no usar la bomba contra los japoneses. Más de ciento cincuenta
miembros del Proyecto Manhattan la firmaron. Porque la guerra en Europa ya se había
acabado. O sea, Hitler se había pegado un tiro en la cabeza, por Dios, no había
ningún motivo válido para asesinar a más de doscientos mil civiles como lo
hicimos en Japón. Si la hubiesen visto. Lo juro. Si un solo general japonés hubiese
visto la prueba de la bomba, habría bastado. Pero Truman nunca recibió la
carta. Aunque no habría supuesto ninguna diferencia. Las bombas que nosotros creamos
ya estaban en manos de los militares. Y las iban a usar, sin importar lo que
dijéramos. Hasta tenían un comité listo para elegir los mejores objetivos, pero
fue von Neumann quien los convenció de que no debían detonar sus aparatos al
nivel del suelo, sino más alto. Porque de esa manera la onda de choque causaría
un daño incomparablemente mayor. Él mismo calculó la elevación ideal -unos dos
mil pies. Y esa fue exactamente la altura a la que volaban nuestras bombas
cuando estallaron sobre los techos de esas
casitas de madera, tan pintorescas, en Hiroshima y Nagasaki.