Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

Inmaculada Concepción


Hacia la estación de Finlandia, E. Wilson p. 473

En Siberia se dedicó por fin a estudiar a fondo la economía marxista. Durante su encarcelamiento en Odesa todavía había seguido resistiéndose al marxismo, pero la lectura -que la soledad hacía forzosamente intensiva- de las revistas históricas y religiosas de carácter conservador, que formaban la biblioteca de la cárcel y que eran al principio el único material del que podía disponer, le impulsó a bus: car por sí mismo la explicación de una cuestión histórica concreta: el · desarrollo de la francmasonería en Europa desde principios del siglo XVII. Hasta entonces no había aceptado el materalismo histórico, y consideraba los fenómenos de la historia corno el resultado de una diversidad de factores, pero cuando empezó a recibir libros de fuera, pudo leer la traducción de algunos ensayos del filósofo italiano y marxista-hegeliano Labriola, que le llevaron a plantearse la cuestión de cómo surgen tales factores. El leitmotiv de Labriola: «Las ideas no caen del cielo» no se le iba de la imaginación y empezó a comprender .e el progreso de la francmasonería era un intento de la vieja clase artesana para mantener, durante el periodo de la disolución de los germios medievales, un sistema ético cuya existencia amenazaba la desintegración de sus instituciones sociales. Cuando, en viaje hacia Sieria, ingresó en la cárcel de Moscú, oyó por primera vez hablar de Lenin y leyó El desarrollo del capitalismo en Rusia. En Siberia estudió Das Kapital; y cuando se evadió del destierro era ya un marxista convencido capaz de polemizar en defensa de sus teorías.

La doctrina de los socialdemócratas se había ido abriendo camino hacia el este a lo largo de la línea del ferrocarril Transiberiano, y Lev Davídovich escribía proclamas en su nombre. El espíritu de la revolución se difundía de nuevo en Rusia. Cuando conocieron la excomunión de Tolstói por herejías tales como negar la Inmaculada Concepción, al principio se quedaron de piedra, pero luego se tranquilizaron. «Estábamos seguros de que, tarde o temprano, acabaríamos con aquel manicomio.» El movimiento terrorista cobró nuevos alientos y dos ministros fueron asesinados, pero los exiliados socialdemócratas se declararon en contra de esa estrategia. Lev Davídovich recibió en 1902, con año y medio de retraso, algunos ejemplares de Iskra escondidos en las tapas de unos libros. Luego llegó ¿Qué hacer? El joven Bronstein ya había escrito y difundido entre los grupos exiliados un ensayo sobre la importancia de organizar un partido socialdemócrata centralizado; y ahora veía que los camaradas de Occidente iban más deprisa que él. Tenía vehementes deseos de estar allí, de estar con ellos.


TROSKI


Hacia la estación de Finlandia, E. Wilson, p. 467

El sentimiento de injusticia del que al parecer Lev Davídovich tuvo conciencia por vez primera se relacionaba con los campesinos de la hacienda de su padre. Durante sus años de estudio en Odesa vivió con un sobrino de su madre -hombre inteligente y culto, cuyas tendencias liberales, aunque bastante moderadas, le habían impedido ingresar en la universidad- que le enseñó la gramática rusa y el modo de lavar y coger un vaso; y cuando Lev Davidovich, todavía adolescente, regresaba a Yánovka en el verano «vestido con un traje de lienzo recién lavado, el talle ceñido por un cinturón de cuero con hebilla de metal y la gorra blanca adornada con una escarapela amarilla que refulge al sol» solía ponerse nervioso al darse cuenta de que los hombres y las mujeres contratados por su padre se reían de él maliciosamente ante su torpeza para segar trigo. Un segador de la aldea, de lengua viperina y una piel tan negra como sus botas, a veces hacía mordaces comentarios sobre la mezquindad de sus amos en presencia del joven Lev Davídovich; y el muchacho quedaba desgarrado entre la rabia y el deseo de hacer callar a aquel hombre, de un lado, y la admiración por «su agudeza y atrevimiento» y el deseo de tenerlo de su parte, de otro. Un día en que el hombre le dijo: «¡Ve con tu mamá, a comer pasteles!», se encontró al llegar a la casa con una campesina descalza que había caminado siete vertsas para cobrar un rublo que se le debía. Estaba sentada en el suelo frente a la casa porque no tenía valor -pensó Lev-para hacerlo en el escalón de piedra de la puerta; la mujer tuvo que esperar allí hasta la noche porque no había nadie que pudiera darle el rublo. Lev sabía que los criados que trabajaban para su padre no comían más que gachas y sopas; para que les dieran carne tuvieron que hacer una manifestación silenciosa en el patio de la casa, tumbándose en el suelo boca abajo. Un día en que Lev Davídovich volvía de jugar al cróquet, encontró a su padre discutiendo con un campesino: una vaca de este había entrado en la propiedad del viejo Bronstein, que la había encerrado y se negaba a devolvérsela hasta que su propietario le pagara los daños causados en el sembrado. El campesino protestaba y suplicaba; y Lev Davídovich comprendió, por lo que oía, que el hombre estaba lleno de odio contra su padre. Se marchó a su cuarto y rompió a llorar, y no contestó cuando le llamaron para la cena. Luego, el padre mandó a la madre para que le dijera que el campesino había recuperado la vaca sin tener que pagar los daños.


COMUNIDAD ONEIDA


Hacia la estación de Finlandia, E. Wilson, p. 148

Pero de estos experimentos el que más éxito tuvo fue el de la Comunidad Oneida, en el estado de Nueva York, que duró treinta y dos años, de 1847 a 1879, conservando siempre su base colectivista original. Su jefe,John Humphrey Noyes, fue con mucho la personalidad más extraordinaria producida por este movimiento en América.

Procedía de Brattleboro, Vermont. Había nacido en 1811 en el seno de una familia con cierto prestigio político. Estudió para pastor protestante en Yale, pero pronto abrazó la herejía del perfeccionismo. Según esta doctrina, no es preciso morir para salvarse: cabe liberarse del pecado en este mundo. Una visita a la ciudad de Nueva York, que no conocía, llenó de pánico al joven Noyes, que sintió que las tentaciones de la carne lo arrastraban a los umbrales del infierno. Sin poder conciliar el sueño, solía deambular durante la noche por las calles y entraba en los burdeles a predicar la salvación a sus clientes. A diferencia de los otros socialistas de la época (Joseph Smith es su contrapartida religiosa), le preocupaba enormemente la cuestión sexual; en la comunidad que más tarde fundó inventó una técnica para fa práctica del amor  que, al eliminar el riesgo del embarazo, situaba el amor sobre una nueva base comunitaria. En esta comunidad se llegó a autorizar en algunos casos el nacimiento de hijos ilegítimos. Empezando con los miembros de su propia familia, Noyes ejerció una influencia tan poderosa sobre sus adeptos y se impuso a sí mismo una disciplina tan estricta que pudo controlar las situaciones difíciles que surgieron; y realmente consiguió, para satisfacción propia y de los respetables habitantes de Vermont, separar el placer sexual de los conceptos de infierno y pecado, e incluirlo dentro de los instrumentos para la salvación sobre la tierra.


MUERTE


Aniquilación, Michel Houellebecq, p. 536

En realidad, hasta fecha muy reciente los códigos de cortesía vigentes en su medio social no habían restablecido la obligación de encubrir la propia agonía. La enfermedad en general había sido la primera en convertirse en obscena, el fenómeno se había propagado en Occidente a partir de los años cincuenta, primero en los países anglosajones; cualquier enfermedad, en cierto sentido, era ahora vergonzosa, y las mortales eran naturalmente las más vergonzosas de todas. Por otra parte, la muerte era la indecencia suprema, enseguida acordaron ocultarla todo lo posible. Se abreviaron las ceremonias funerarias; la innovación técnica de la incineración permitió acelerar sensiblemente los procedimientos, y en los años ochenta la situación ya estaba más o menos resuelta. Mucho más recientemente, las capas más ilustradas y progresistas de la sociedad habían optado por esconder asimismo la agonía. Se había vuelto inevitable, los moribundos habían defraudado la esperanza que se depositaba en ellos, a menudo habían sido reticentes a aceptar que su defunción fuera motivo de una megajuerga, se habían producido episodios desagradables. En estas circunstancias, las capas más ilustradas y progresistas de la sociedad habían pactado silenciar la hospitalización, la misión de los cónyuges, o, en su defecto, de los familiares más cercanos, era presentarla como un período de vacaciones. Si se prolongaba excesivamente, algunos habían recurrido a la falacia ya más insegura de un año sabático, pero que apenas resultaba creíble fuera de los ambientes universitarios; de todos modos, rara vez era necesaria, las hospitalizaciones largas habían pasado a ser la excepción, ya que la decisión de la eutanasia solía tomarse al cabo de unas semanas y hasta de unos días. La dispersión de las cenizas la realizaba anónimamente un miembro de la familia cuando había alguno, y si no un joven empleado de la notaría. Esta muerte solitaria, más solitaria de lo que había sido nunca desde los albores de la historia humana, había sido ensalzada en los últimos tiempos por los autores de diversas obras de autoayuda, los mismos que unos años antes enaltecían al dalái lama y más recientemente habían abrazado la ecología fundamental.


PATERNIDAD


Aniquilación, Michel Houellebecq, p. 534

Esta concepción tontamente reduccionista de los sociobiólogos respaldaba curiosamente una ya antigua concepción americana de la infancia, como seguía atestiguando la novela contemporánea norteamericana: cuanto más se reflejaban en ella, con el cinismo más repugnante, las relaciones profesionales, amistosas y amorosas, tanto más las relaciones con los niños se presentaban como una especie de espacio encantado, un islote mágico dentro de un océano de egoísmo; esto todavía podía comprenderse en el caso del bebé, que cuando acurruca su piel tierna contra tu hombro te hace pasar en unos segundos del paraíso al infierno di las rabietas sin motivo, en las que ya manifiesta su naturaleza tiránica y dominadora. El niño de ocho años, santificado como compañero en el béisbol y como travieso hombrecito, aún conserva su encanto; pero muy pronto las cosas se enturbian, como todo el mundo sabe. El amor de los padres a sus hijos es algo constatable, es una suerte de fenómeno natural, sobre todo en las mujeres; pero los hijos no corresponden nunca a este amor y nunca son dignos de recibirlo, el amor de los hijos a sus padres es absolutamente contra natura. Si por desgracia hubiesen tenido un hijo, se dijo Paul, ni a Prudence ni a él se les habría concedido la ocasión de reencontrarse. En cuanto llega a las orillas de la adolescencia, la primera tarea que el hijo se asigna es destruir a la pareja formada por sus padres, y en especial destruirlos en el ámbito sexual; no soporta que tengan una actividad sexual, sobre todo entre ellos, les aplica la lógica de que a partir del momento en que él ha nacido esta actividad ya no posee ninguna razón de ser, no constituye más que un asqueroso vicio de viejos. No es exactamente lo que Freud había enseñado; pero Freud, de todas formas, no había comprendido gran cosa de este asunto. Después de haber destruido a sus padres como pareja, el hijo se dedica a destruirlos como individuos, su preocupación principal es aguardar a que hayan muerto para entrar en posesión de la herencia, como lo demuestra claramente la literatura realista francesa del siglo XIX. Hay que darse con un canto en los dientes si no se esfuerzan en adelantar el momento de heredar, como en los escritos de Maupassant, que no inventaba nada, conocía mejor que nadie a los campesinos normandos. En fin, eso es, en general, lo que sucede con los hijos.


INCIPIT 1.291. UNA LARGA LEALTAD / FRANCISCO RICO


No podría escribir mis memorias, porque sencillamente no las tengo. Las incidencias ordinarias y las rutinas de la vida cotidiana llegan y se me olvidan inmediatamente; y, sobre todo, a la altura de los ochenta años, se me han olvidado. Sólo recuerdo algunos episodios sueltos y las ocasiones más importantes. No puedo no citar a Jorge Luis Borges: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido», pero matizando pocas que tenga presentes y no demasiadas de las muchas.

Los textos que he reunido aquí versan sobre autores, filólogos o afines a la filología, a quienes en su gran mayoría he conocido personalmente y hacia quienes profeso una lunga fedeltá (para decirlo con uno de ellos, Gianfranco Contini). Leerlos y tratarlos han sido, ellas sin duda, ocasiones importantes. Las semblanzas y notas críticas que les he dedicado y ahora recojo pueden quizá ofrecer un panorama, no desdeñable por más que parcial, de los estudios literarios a lo largo de un siglo. Pero para mí son sustancialmente un testimonio de gratitud.

Con las excepciones de rigor, me ciño a los aspectos profesionales y técnicos de los trabajos abordados, pero al elegirlos he tomado en cuenta y acentuado discretamente el perfil humano de los autores. Ojalá el lector de estas páginas se sienta atraído por esa imagen y añore haberlos conocido y haber trabado con ellos los lazos que yo tuve.


INCIPIT 1.290. EL DISCRETO ENCANTO DE LA VIDA CONYUGAL / D. KENNEDY


Después de su arresto, mi padre se hizo famoso.

Era el año 1966 y mi padre (o John Winthrop Latham, como lo conocían todos menos su única hija) era el primer profesor de la Universidad de Vermont que hablaba en contra de la guerra de Vietnam. Aquella primavera, encabezó una protesta en el campus que acabó en una sentada frente al edificio de administración. Mi padre lideró a trescientos estudiantes que bloquearon de forma pacífica la entrada durante treinta y seis horas, paralizando así los  asuntos ejecutivos de la universidad. Finalmente llamaron a la policía y a 1a guardia nacional. Los manifestantes se negaron a moverse, y mi padre salió en la televisión nacional cuando lo  llevaban a rastras a la cárcel.

Fue un gran acontecimiento en su momento. Mi padre había sido el instigador de uno de los primeros grandes actos de desobediencia civil de los estudiantes en contra de la guerra, y la imagen de aquel solitario y venerable yanqui, con su americana de cheviot y su camisa Oxford azul perfectamente abotonada, llevado en volandas por un par de soldados del estado de Vermont, dio la vuelta al país en los telediarios.

-¡Tu padre es una pasada! -me decían todos en el instituto al día siguiente de su arresto.

Dos años después, cuando entré en la Universidad de Vermont, cada vez que mencionaba que era la hija del profesor Latham, obtenía la misma reacción.


INCIPIT 1,289. PUTZI. EL CONFIDENTE DE HITLER / T.SNEGAROFF


David no había conocido nunca a ningún nazi. Le temblaban las piernas y se agarraba con fuerza al brazo de su pareja, Judith, que lo acompañaba en ese largo viaje.

El taxi los dejó al final de la calle. Había que bordear el Isar, ese río impetuoso que desaparece en el Danubio. David se detuvo un instante para recobrar la calma. A ese río, de noche para no atraer a los curiosos, habían arrojado las cenizas de los jerarcas nazis ejecutados trás los Juicios de Núremberg. Y las de Goring, que se había suicidado. Contaban que el hombre al que iban a visitar esa mañana de enero de 1973 había sido amigo suyo.

Hacía un frío cortante; sus pasos se imprimían sobre la nieve. Unos pocos pájaros y los árboles descarnados, abedules, fresnos, sauces y álamos plateados, los miraban pasar, insensibles a la angustia que los embargaba. Bordearon una majestuosa mansión blanca que había pertenecido a Thomas Mann y la casa de Ernst Hanfstaengl se alzó ante ellos.


JUDIOS


Putzi. El confidente de Hitler, Thomas Snégaroff, p. 200
Detrás de sus bonitos discursos sobre el mérito y el saber, las grandes universidades de Estados Unidos buscaban por todos los medios reducir el número de alumnos judíos. Era el caso de Princeton, Yale y Harvard. Cuando Putzi se había graduado en 1909, la inmensa mayoría de los estudiantes eran protestantes; menos de uno de cada diez alumnos era judío. Nada más terminar la Primera Guerra Mundial, el rector de la universidad, Abbott Lawrence Lowell, notorio antisemita, se había inquietado por la disminución del número de alumnos protestantes, que ponía en peligro el espíritu «auténticamente norteamericano» que estos insuflaban. En privado, hablaba de su superioridad: estaba convencido de la desigualdad de las razas y de la dominación de los nórdicos, de la  necesidad de la eugenesia y de la lucha contra la inmigración procedente de Europa central y oriental. En 1918, Lowell había descubierto con espanto que el 20 % de los alumnos de su universidad eran judíos. Estaba seguro de que las buenas familias abandonarían el barco, asustadas por esa judaización, reproduciendo un fenómeno que había conocido la Universidad de Columbia. Cuatro años más tarde, sus peores temores se habían cumplido: en Harvard, cerca de un estudiante de cada cuatro era judío. Había que hacer algo, y rápido. El 2 de junio de 1922 se celebró en Cambridge una reunión histórica, en la periferia elegante de Boston. La dirección de la universidad se puso de acuerdo sobre un principio claro: la ratio de judíos había llegado a un máximo. A partir de ese mismo otoño, se aplicó una infame clasificación de los alumnos: «J1» designaba a los alumnos de los que se sabía con certeza que eran judíos; «J2», los que lo eran muy probablemente, y «J3» los que quizá lo fueran. Lowell se pronunció a favor de establecer cupos, algo ya aplicado en Columbia, pero la idea estaba demasiado alejada de los principios de la universidad. Entonces, ante el aumento continuo del número de judíos matriculados -en 1925 representaban ya un cuarto del alumnado-, se decidió eliminar de la selección a algunos institutos conocidos por enviar muchos judíos.

SEÑOR BIBLIOTECARIO


El hombre sin atributos, R. Musil

-Señor bibliotecario-exclamé-, no se vaya sin revelarme antes el secreto de que usted se sirve para desenvolverse en este ... manicomio de libros.

-Señor general-dijo-, ¿desea saber cómo me las arreglo para conocer todos los libros? Se lo puedo comunicar ahora mismo: ¡no leyendo ninguno!

Ya te digo, ¡a poco no resisto más! Pero él, advirtiendo mi sobresalto, pasó a explicarme su afirmación. El secreto de todos los buenos bibliotecarios está en no leer nada de la Literatur a  ellos encomendada, exceptuados los títulos e índices.

-El que se detiene en su contenido está perdido como bibliotecario- así me lo declaró-. Nunca obtendrá una idea de conjunto.

Le pregunté decepcionado:

-Entonces, ¿usted no ha leído nunca libro alguno de los aquí expuestos?

-Jamás, excepción hecha de los catálogos.

-¿Y es usted doctor?

-Claro que lo soy; incluso profesor de la universidad, Privatdozent de ciencia bibliotecaria. Es una auténtica ciencia-comentó-.

Te confío que, cuando se fue y me dejó solo, tuve ganas de hacer una de dos: o prorrumpir en lágrimas o encender un cigarrillo, pero ninguna de las dos cosas me estaba allí permitida.


INCIPIT 1.288. LAS ABANDONADORAS / BEGOÑA GOMEZ URZAIZ


¿ Qué clase de madre abandona a su hijo?

La frase tiene algo de bíblica y se presenta en la boca ya formada, un poco como «¿quién podría matar a un niño?». Conjura además esa cosa sentenciosa y un poco santurrona de las palabras que aparentan sentido común, que presumen de no tener ideología. Todo el mundo  sabe que cuando alguien invoca el sentido común lo que está intentando es que votes a la derecha.

Sin embargo, casi nadie está libre de habérsela formulado en alguna ocasión, al oír o leer sobre una mujer que, en determinado momento, dejó a sus hijos atrás y siguió con su vida de no madre. «Un hijo te cambia la vida» es otra de esas frases de marca blanca, muy repetida y que se formula como algo incontrovertible. Si te la cambia, no puede descambiártela. Es ontológicamente imposible, el hijo no puede deshacerse.

¿Qué clase de madre abandona a su hijo? La peor clase, sin duda.

La pregunta me ha asaltado muchas veces, juraría que contra mi voluntad, como si me encontrase poseída por la moralista que creo no ser, o un tipo de moralista que me incomoda.


INCIPIT 1.287. TRIPTICO DE LA TIERRA / MERCE IBARZ


Ir y volver de Saidí se puede hacer por caminos diferentes, y a mí hace veinticinco años me gustaba en particular la carretera de arriba. El coche de línea nacía en el mismo pueblo, delante de la taberneta, y tenía unas cuantas paradas por pueblos de Lérida antes de llegar a la ciudad. Pero la carretera era recta, recta. Dejábamos Saidí, me volvía a saludar la silueta de la ermita de Sane Antoni y los altiplanos que en el horizonte protegían la ribera baja del Cinca de la aspereza de los Monegros y, enseguida, cada vez, mi madre hacía que me fijara en uno de los viejos pozos que había junto al camino, al que durante la guerra habían arrojado tantos cadáveres. Lo mirábamos y mi madre callaba, hablaba para sus adentros y yo no le preguntaba nada. Todavía no sabía gran cosa del frente del Ebro y de los anarquistas. Era 1968 y yo tenía catorce años, la edad ritual que en el pueblo equivalía a empezar a trabajar en el campo. Así había sido para mis padres y para mi hermano. Pero yo me dirigía a Lérida y después, al acabar el bachillerato y el preuniversitario, me iría a Barcelona. Era una chica, las máquinas ya habían llegado a la agricultura y en casa no me necesitaban 


ROMY


Putzi. El confidente de Hitler, T. Snégaroff, p. 174

En el documental del realizador israelí Chanoch Ze'evi Los hijos de Hitler, descubrimos el insondable sentimiento de culpa de la sobrina nieta de Goring, del nieto de Hoss, de la nieta de Himmler o del hijo de Hans Frank, Niklas. Lo inefable se oculta en las manos, que no saben dónde poner, y más aún en la mirada. Ese sentimiento de culpa fue también el de Romy Schneider; me la imagino de niña, divirtiéndose con los hijos del alto dignatario nazi Martin Bormann, mientras su madre, no muy lejos de allí, bromea con Hitler. «Creo que mi madre tenía una aventura con Hitler», le confió la actriz a la periodista Alice Schwarzef en 1976. Que el Führer admirase a Magda hasta el punto de invitarla regularmente al Berghof es un hecho. El idilio, en cambio, Romy se lo inventa. O puede incluso que fantasee con ello. Las manos de Hitler sobre el cuerpo de su madre; la lengua de Hitler en la boca de su madre ... Ella podría haber sido hija del monstruo. La indignaban todos esos alemanes y austriacos amnésicos o, peor aún, que fingían serlo. Entonces Romy, asqueada, plantó su conciencia en el fuego de la historia. Quiso quemarse. Era el precio que tenía que pagar para liberarse del sentimiento de culpa de ser. Eso, interpretar papeles de judías -Alemania la odiaba por ello- y poner nombres hebreos a sus hijos. Cuando murió, la estrella de David que llevaba al cuello la siguió bajo tierra.


THOMAS MANN


Putzi. El confidente de Hitler, T. Snégaroff, p. 96

Al final del año 1924, Thomas Mann era un hombre realizado. Mientras Hitler se pudría en Landsberg, él había terminado La montaña mágica, iniciada poco antes de la Primera Guerra Mundial.

La novela se había publicado en octubre y había conocido un éxito inmediato. Esa mañana de diciembre, mientras paseaba a su perro a orillas del Isar, acababa de enterarse de que se habían agotado los veinte mil ejemplares de la primera edición y el editor acababa de imprimir otros diez mil.

Según su biógrafo, el teólogo alemán Hermann Kurzke, uno de los mayores conocedores de su obra, Thomas Mann había oído hablar de Hitler ya desde 1921. Ese verano, es decir, cuando Hitler se había hecho con el control del partido nazi, Thomas Mann había aludido a esa «absurda cruz gamada» en un breve texto sobre la cuestión judía. Enseguida, su hijo Klaus había percibido el peligro de la barbarie. Ese invierno de 1924, ambos hombres habían tomado caminos irreconciliables. Hitler había elegido la vía que llevaba al racialismo, que se nutría en especial de los trabajos de Madison Grant, mientras que Thomas Mann, inspirándose en la lectura de Walt Whitman, se había decantado por la democracia y el apego por la república.

Quizá se cruzaran entonces, es muy probable que lo hicieran, en el sendero blanqueado por la nieve que bordea el Isar. Pero si se saludaron, debió de ser de lejos, pues cada cual sabía lo que le reprochaba al otro. Seguramente se desafiaron con la mirada. Unos años más tarde, Thomas Mann abandonaría definitivamente la casa que tanto le gustaba, expulsado por aquel hombrecillo canijo que, recién salido de prisión, paseaba junto al gigantón de Putzi.


UNA MUERTE


Tríptico de la tierra, Merce Ibarz, p.108

Al cabo de dos semanas, cuando las vacaciones de Navidad quedaban lejos e Irene volvía a estar en Barcelona, su madre la llamó desde la centralita del pueblo. La abuela Lola quería verla: cada vez estaba más perturbada, no conservaba ni una pizca de mollera. Elvira estaba muy afectada: nunca se le habría ocurrido, decía, que aquella mujer tan fuerte se resistiría a afrontar las cosas. Irene tenía que prometerle que no le daría cuerda, porque todo aquello no ayudaba en absoluto. No dijo -e Irene tampoco lo preguntó- a quién no ayudaba todo aquello, si a la abuela o a ella.

Cuando llegó a Salavai con el coche de línea, corrió a la habitaci6n de su abuela. La anciana estaba acurrucada en la cama; no ocupaba más espacio que una niña de diez años. Cuando la vio, la joven se quedó sin aliento y creyó que iba a perder también el sentido. Parecía imposible que de aquel pedacito de persona pudiera salir ninguna voz, que pudiera comunicarse. Pero la voz de la abuela Lola no había perdido ni un ápice de autoridad.

-Ha llegado la hora, hija. Tienes que ayudarme, acuérdate: sin dolor. Será complicado, pero escúchame bien, que te cuento cómo va a ir la cosa. Ha habido cambios.

Irene se agachó a su lado, su pecho de dieciocho años pegado a la espalda de la anciana. Lola le dijo que aquella noche había soñado cómo iba a dar a luz: sería por la oreja derecha y enseguida tendrían que darle mucha comida, porque sería un niño que siempre querría más. Para criarlo haría falta la leche de todas las vacas de Salavai (ya no quedaban) y para hacerle la ropa tendrían que vaciar de algodón las tiendas de toda la comarca (solo llegaba nailon). Pero  lo más complicado de todo, dijo la vieja, sería la educación. Si Irene lo hacía bien, cuando el niño fuera hombre podría meterse en su boca, donde encontraría una región  boscosa que sus habitantes cultivarían con amor y armonía. Dijo «armonía» y murió.


EMMANUEL CARRERE


El Reino, Emmanuel Carrère, p. 324
Como nos gusta comunicarnos nuestros ensueños eróticos, le envío a Hélene la dirección del sitio acompañada de un e-mail que es, en síntesis, el capítulo que ustedes acaban de leer: apenas lo he pulido un poco. Ella me responde lo siguiente:
«No ha sido fácil de encontrar, tu morena de los dos orgasmos. He tenido que adivinar la clasificación del logaritmo del sitio para que aparezca por fin en la lista de vídeos que ofrecen en pantalla. He seleccionado a las morenas, las masturbaciones, y descartado a las lesbianas, las parejas, las sodomías, las maduras, y no sigo. Durante esta búsqueda me he cruzado con algunas perlas vintage: pornos con puestas en escena, patas de elefante y coños superpeludos salidos directamente de los años setenta, ya te enseñaré. Cuando aparecieron la viñeta y la leyenda, fue un poco como encontrar a una persona de quien te han hablado muy bien con la esperanza de que te hagas amigo de ella. 
»Estoy de acuerdo contigo: es una muchacha muy bonita. Sobre todo, se mueve con gracia. Infunde elegancia a la masturbación: es eso lo que te gusta. Respecto a si es una profesional, es muy difícil de decir. Como tú, creo que no, pero ante todo está claro que goza de verdad. Si finge, lo hace tan bien que ha debido de acordarse de momentos de placer intensos, lo que en sí mismo es una forma de placer (y el secreto de todas las mujeres que han simulado un día u otro). Es muy raro encontrar orgasmos tan convincentes en el porno. Pero no puedo evitar pensar que es muy reconocible en el vídeo y que esos ocho minutos de su vida en Internet son una forma de suicidio social, o de asesinato si es un regalo que ella hace a un amante que los ha colgado en la red. Hay en ello, por encantador que sea observarlo, algo muy cruel.
»También me he preguntado por lo que tú decías en este texto sobre tu deseo. En principio, y lo divertido es que da la impresión de que ni siquiera te das cuenta de ello, es algo completamente sociológico. Si esta chica te gusta tanto es porque en tus fantasías la concibes como una burguesa extraviada entre las proletarias del porno. No voy a reprochártelo: eres así, me gustas así. Y luego, cuando describes el efecto que te producen sus temblores, la expresión de su deleite, dices otra cosa: que lo que te excita por encima de todo es el placer de las mujeres. Tengo suerte. 
San Lucas, de todos modos, tiene mucho aguante.»

LA HIJA DE JAIRO


El Reino, Emmanuel Carrère, p. 338

De esta historia, me gusta sobre todo la frase: «Señor, no soy digno de recibirte, pero di una sola palabra y mi pequeño estará curado», que en la misa viene a ser: «Señor, no soy digno de recibirte en mi morada, pero di una sola palabra y estaré curado.»

Una historia muy parecida es la del jefe de la sinagoga Jairo, cuya hija de doce años está moribunda. Al igual que el centurión, Jairo pide socorro a Jesús. Éste se dispone a ponerse en camino cuando se abre un paréntesis en el relato. Nota que alguien toca el borde de su manto. Se detiene, pregunta: «¿Quién me ha tocado?» «Nadie en particular», dice Pedro: «Maestro, las gentes te aprietan y te oprimen.» «No», dice Jesús, «alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza ha salido de mí.» Entonces una mujer se arroja a sus pies. Sangra desde hace mucho tiempo por donde sangran las mujeres, pero ella continuamente, y esta impureza permanente convierte su vida en un infierno. «Hija mía», dice Jesús, «tu fe te ha salvado. Ve en paz.» Cerrado el paréntesis, va a reemprender el camino cuando llega de casa de Jairo un criado que porta la terrible noticia: la niña ha muerto. El padre se desploma. «No temas», le dice Jesús. «Si tienes confianza se salvará.» Y por más que le digan lo que diría yo, que es demasiado tarde, que si está muerta está muerta, Jesús va. Al entrar en la casa con el padre y la madre les dice: «No lloréis, no está muerta. Duerme.» Después despierta a la pequeña, que al instante se pone a jugar.


INCIPIT 1.286. EL LUTHIER DE DELFT / RAMON ANDRES


Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft, en la primera casa levantada en un cruce de calles, está lo que buscamos. El taller y la tienda de un constructor de instrumentos musicales, de un luthier, un lugar en el que se obran sonidos, todavía no música. Allí, la madera adquiere forma para dársela al mundo y compensarlo. Una armonía necesaria.

Justo en la mencionada confluencia, cerca de un edificio de no más de tres plantas que discurre paralelo al canal, Carel Fabritius, alumno de Rembrandt y uno de los faros de Jan Vermeer, se situó para esbozar unos apuntes del artesano que espera sentado fuera de su comercio. Era costumbre vender en la calle, ya fueran cuadros, especias, biblias, quesos o jaulas, que en la pintura simbolizaban el amor. Sobre una mesa, a modo de mostrador, un laúd y una viola da gamba aguardan unas manos distintas, aquellas que no desean tener causas con el malvivir ni los apremios.

El cuadro está fechado en 1652; su título, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales. Una obra que apenas mide lo que una caja de zapatos, un rincón de 15,4 x 31,6 donde cabe una historia. No puede dejar de repararse en el ademán abismado del protagonista, en el gesto que no acertamos a saber si es de incertidumbre o de simple vacío, vigilia de uno mismo. Si creyéramos en el destino, llegaríamos a pensar que ese rostro reflexivo esconde una meditación sobre la muerte, una premonición. Fabritius murió dos años después de pintarlo, muy joven, en medio del estallido de un polvorín, que seguramente debió de tiznar aquel espacio


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