Noches sin dormir, Elvira Lindo, p. 29
Hoy he decidido que ya no quiero
ser escritora. Escribiré hasta que me muera, porque estoy acostumbrada desde
niña a emplear el tiempo de esa manera y porque así me gano la vida, pero
siento muy profundamente mi falta de ambición, mi miedo cada vez más
insuperable a escribir un libro y que esté en manos de todo el mundo. Esto es
algo que debería comunicarles a las siguientes personas: A Antonio, a Elena (mi
editora) y a los amigos que me preguntan desde hace tres años que qué ando
escribiendo. A nadie más. Si yo desaparezco de los escaparates, ¿a quién puede
importarle?
Escribiré para ganarme la vida,
tal y como hacía cuando escribía para la radio y sólo me preocupaba el programa
del día siguiente. Sólo quiero sentirme implicada en el presente continuo. Creo
que me entregué demasiado emocionalmente en ciertas páginas que escribí hace
unos años y no me sentí recompensada. Aquella frustración se me enquistó y se
ha convertido en desapego, en descreimiento. Escribo sin creer que mi vida sea
la literatura.
Para colmo, me duele la mano
derecha. Un dolor que se me extiende hasta el húmero, un hueso que ha entrado
en mi vida para quedarse. Yo creía vivir sin húmero hasta hace unos meses, y
ahora hay días en que después de escribir mi artículo tengo que reposar la mano
sobre un cojín, y la miro como si fuera la extremidad de otro. A Henry James le
pasó lo mismo, tan inútil y dolorida se le quedó la mano derecha que tuvo que
contratar a un secretario para dictarle. Pero para qué quiero yo, secretarios
si ya no voy a escribir o si voy a escribir sin vocación. Tampoco soy Henry
James. Lo cual supone en este caso un ahorro y una ventaja.
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