Siempre había vivido en departamentos alquilados. Sus finanzas, bastante estables para un país más bien propenso a la zozobra, le daban la posibilidad de elegir los edificios y barrios que le gustaban, disponer de las comodidades que necesitaba una vida como la suya y, en ocasiones, darse lujos muy por encima de su condición, una cochera, por ejemplo, o un balcón terraza, que por lo demás rara vez usaba. Pero esa situación de desahogo no le habría alcanzado para comprar, y tampoco para consuelos portátiles como imaginarse en el papel de propietario, un ejercicio que al menos le habría permitido evaluar mejor, desde una posición más idónea, las ventajas y desventajas de la condición que le estaba vedada. Al parecer, como la gran mayoría de sus semejantes, Savoy alquilaba porque no podía comprar. Sin embargo, el argumento, probablemente válido para otros, era en su caso poco convincente, a tal punto desconocía los placeres específicos que le proporcionaba el carácter de locatario. La relación con sus locadores era uno, no el menor. Pagaba, iba especialmente a pagar todos los meses él mismo en persona, con la puntualidad de un aprendiz de enamorado, menos por obsecuencia o exceso de responsabilidad que para no privarse de un deleite cuyo hábito había contraído muy temprano, con sus primeros alquileres: el contacto con sus locadores, tanto más gratificante cuando más fugaz y superficial. Le gustaban esas frases de cortesía, esos gestos formales, esos embriones de conversación que morían tan pronto
Te quiero más que a la salvación de mi alma
INCIPIT 1.185. LA MITAD FANTASMA / ALAN PAULS
Siempre había vivido en departamentos alquilados. Sus finanzas, bastante estables para un país más bien propenso a la zozobra, le daban la posibilidad de elegir los edificios y barrios que le gustaban, disponer de las comodidades que necesitaba una vida como la suya y, en ocasiones, darse lujos muy por encima de su condición, una cochera, por ejemplo, o un balcón terraza, que por lo demás rara vez usaba. Pero esa situación de desahogo no le habría alcanzado para comprar, y tampoco para consuelos portátiles como imaginarse en el papel de propietario, un ejercicio que al menos le habría permitido evaluar mejor, desde una posición más idónea, las ventajas y desventajas de la condición que le estaba vedada. Al parecer, como la gran mayoría de sus semejantes, Savoy alquilaba porque no podía comprar. Sin embargo, el argumento, probablemente válido para otros, era en su caso poco convincente, a tal punto desconocía los placeres específicos que le proporcionaba el carácter de locatario. La relación con sus locadores era uno, no el menor. Pagaba, iba especialmente a pagar todos los meses él mismo en persona, con la puntualidad de un aprendiz de enamorado, menos por obsecuencia o exceso de responsabilidad que para no privarse de un deleite cuyo hábito había contraído muy temprano, con sus primeros alquileres: el contacto con sus locadores, tanto más gratificante cuando más fugaz y superficial. Le gustaban esas frases de cortesía, esos gestos formales, esos embriones de conversación que morían tan pronto
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